_ No duermo. Al menos desde hace un par de semanas. El edredón pesado, caluroso, apretándome el pecho. El día siguiente como una alucinación por tachar y la firme convicción de que, en lugar de estar ahí, tumbada y con los ojos abiertos, debería de estar escribiendo algo. No me levanto inmediatamente. De hecho, no me levanto. Ya en la vigilia legal, mientras me ausento de reuniones y terminales de autobús, colecciono las escuálidas estampas que ahora envío hacia ninguna parte.
Postal número uno. Lo que se ofenden
El escritor se subió al escenario de visible mal humor. No se sentía merecedor de tan poco tiempo ni de tan poca audiencia. Él estaba por encima de aquellas circunstancias, muy por encima. Vestía vaqueros algo ajustados, de bota pitillo con mocasines castellanos, y una camisa de puños color pastel. Lucía impecable en su conjunto. Algo casposo pero impecable.
El escritor había acudido al evento, dice, para leer los finales de sus novelas, lo cual ya de por sí suponía un problema. Debía de asumir que todos sus oyentes éramos sus lectores –puede que una parte lo fuera- o que, en el caso remoto de que no fuese así, su narrativa sería tan irresistible que, para leerlas, pasaríamos por alto habernos enterado del final. El caso es que los leyó. Los cinco finales.
Estaba a punto de levantarme e irme cuando el escritor, incómodo e irritado por el bullicio de la gente, los expositores y los curiosos que picoteaban su lectura para luego abandonarla, interrumpió el recital durante unos segundos para mirar inquisitoria y reprobadoramente a una señora que reía. Al instante, ella se llevó las manos a la boca. Era su mujer.
Decidí quedarme. Para ver hasta dónde podía llegar el escritor –o nuestra vocación de gilipollas-. No fue mucho más lejos la verdad. El autor terminó su lectura. Nos miró a todos con desprecio y bajó del escenario.
Postal número dos. Los que se acicalan el bigote Su bigote siempre me ha parecido inverosímil. Demasiado acicalado como para no estar previsto. Y no es que la gente que se arregle me parezca sospechosa de vanidad –eso sería absurdo- pero hay singularidades que, de tan hechas, chirrían. En su caso, mucho más. El escritor, en este caso el hombre de bigote sospechoso, acababa de ganar un importante premio de novela.
Más que feliz, parecía satisfecho. Demasiado satisfecho, casi encantado de escucharse. Los asistentes no hablaban directamente de él, es decir, él no era el tema de la mesa pero como si lo fuera. Compartía mesa le escritor con dos editores y otro autor. Hablaban de periodismo, Ipads y novela contemporánea.
Pésima combinación. Escuchándole mofarse con cierta superioridad
de los libros ilustrados, me pregunté qué hacía ahí. Entonces recordé. Había ido a escuchar a un amigo, algo que no podía perder de vista si quería permanecer en aquella sala durante al menos quince minutos más. Y así fue. A mi pesar, así fue.
Postal número tres. Los que escriben
Le habían dado, ese mismo día por la mañana, un premio que a su padre jamás le otorgaron. Lo había recibido además por una novela dedicada justamente a él, a su padre. Cuando nos conocimos, hace ya seis o siete años atrás, en Mérida, lo mencionó. A su padre, quiero decir. Serían las dos o tres de la mañana y estábamos rodeados de gente con la lengua de trapo, pesada por el güisqui y el ego. Me extrañó, acaso, que alguien de su edad mencionara a su familia, justamente porque –o eso creía a mis veintitrés- citar a tu padre, tu madre o hermanos, el sólo hecho de aludirlos aludirlos en lugar de citar a “Derridá” era un signo de excesiva juventud o de falta de temas para sacar en una conversación. En ese entonces las ideas me parecían –y las usaba como- confeti. (Todavía me equivoco, pero en aquel entonces lo hacía de manera asilvestrada, espontánea y demasiado insistente).
Cuando se refirió a el escritor a su padre pintor. Lo hizo de una manera especial. Sin énfasis pero con respeto. Con una distancia inversamente proporcional a la seriedad de su voz. Lo hizo de una forma que me generó empatía, como si algo muy importante y pesado estuviese detrás de su parentesco. Y así fue.
No había leído un solo libro suyo. A los pocos días de nuestro encuentro, me hice con las dos novelas suyas que hasta entonces había publicado. Las adoré, página por página. Años después, me lo conseguí, ya en Madrid, durante la entrega de un premio literario. Él formaba parte del jurado. Lo vi demacrado, inapetente o indigestado, de aquellos corrillos absurdos. Le pregunté cómo estaba. “Mal”, me respondió. Su padre había muerto unos meses atrás, después de una larguísima enfermedad durante la que él había hecho las veces de leal e incansable compañero.
No volví a saber más nada de él hasta el año pasado, cuando me tocó entrevistarle por su, aquel entonces, libro más reciente. En la tercera o cuarta línea de la primera página, todo se me echó encima, como una combustión. Y en efecto lo era. Un fogonazo de comprensión. Su padre pintor, tras una larga agonía y una aún más duradera historia de incomprensiones y silencios, había muerto. Y sería en esas página donde leería, en una cosa completamente distinta a la que conocía: el día a día de ese lento viacrucis. Terminé el libro con la firme convicción de cancelar la entrevista. No sabría cómo preguntar, acaso cómo acercarme. Lo haría, como en efecto ocurrió, con preguntas estúpidas, insuficientes, obvias. Y así fue.
Doce meses más tarde, volví a entrevistarle. Escuchándole hablar, entendí, justo en ese momento, de qué sirve la vida cuando es, a la vez, vivida y escrita. entendí para qué sirve la literatura, aunque ahora, de momento sea incapaz de explicarlo. Pocas veces me he topado con alguien demasiado ocupado en escribir como para jactarse de ser un escritor.
***
Oscurece otra vez y las postales, entonces, vuelven a comenzar.