Escena uno.
Sentados en una mesa cuadrada de frío mármol, Juan, mi amigo de paciencia infinita, y yo, hablamos de Castilla y León. Me explica él que hasta hace unos años, los únicos pescados que se consumían en Castilla eran el bacalao –porque se conservaban en sal- y la trucha –porque se pescaban en los ríos-. Me dijo bastantes cosas más, pero me quedo con ésa y algunas escamas y vuelvo a casa.
Escena dos.
Según Críspulo, el capataz de la hacienda de mi padre, durante los meses de sequía, los peces del Morichal vuelan. Sí. Los peces, mínimos, se elevan desde el lodo. Leves, levísimos, como pequeñas navajas color plata bajo el sol del mediodía. El llano venezolano, plano y enloquecedor, como el campo castellano, domina el idioma de la línea recta, la que divide a los seres entre los que habitan el suelo y los que lo sobrevuelan. Según Críspulo, el capataz de la hacienda de mi padre, un hombre de gestos indios y una uña de tigre en el pulgar de su mano derecha, en sequía, los peces del morichal, vuelan.
Escena tres.
“El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados unos tras otros en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a otra, y el hombre más temido por todo el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo”.
Gabriel García Márquez. Cien años de soledad. Pág. 152
Escena 4.
A 55 kilómetros al oeste de Valladolid, entre los Montes Torozos y la llanura de Tierra de Campos, está Urueña, una villa medieval rodeada por una muralla del siglo XII. En el interior de la antigua ciudad, once librerías tejen un recorrido entre calles empedradas. Hay mucha niebla. No veo prácticamente nada. Las casas dejan al descubierto sus parches de adobe y las ventanas de persianas cerradas no dejan ver si alguien las habita o no.
Buscando la librería El Alcuino, me topo con un anticuario. Tiene un zaguán estrecho y una puerta de madera. En el interior, una chimenea encendida me obliga a quedarme más de lo esperado. El calor me invita a mirar con detenimiento objetos en los que normalmente no repararía. Me asomo a una vitrina. Me inclino y distingo con asombro ese animal.
Ahí está. Lejos de su cardumen, un pescadito del coronel Aureliano. Ahí está, perdido, quién sabe cómo, en estos mares de Castilla, tan raros y secos ellos, planos y enloquecidos, llenos de bruma, sal y metal. Esa paz que escogen los seres que habitan el suelo para, a veces, sobrevolarlo con la mirada.
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