El Liddle es un inframundo. En él coinciden personas con cualquier tipo de síndrome de abstinencia –alcohólicos, junkies, escarbadores, mangantes-, con mendigos, personas de clase media muy venida a menos que cuentan las monedas para pagar dos paquetes de chóped pork y gente de paso que compra ahí porque le pilla de camino. Se trata de un auto mercado de muy bajo coste, donde nada está fuera de los pallet boxes y abundan sospechosas marcas blancas cuyo precio no sobrepasa los 0.90 céntimos.
El Liddle al que me refiero preside la esquina norte de la Plaza Tirso de Molina, especie de Cabo Trafalgar de mi barrio y zona limítrofe entre Lavapiés, La Latina y Atocha. Este en particular despunta por la larguísima fila de indigentes que acampan afuera. Una vez que logran recaudar 0.30 céntimos, compran una lata de cerveza y salen a beberla. Una vez terminada, vuelven a empezar el ciclo.
Hoy, último día del año, he entrado al Liddle pensando que, quizás, en alguna de sus estanterías conseguiría una botella de Freixenet con la cual ablandar la Nochevieja. En su lugar, encontré una botella de cava de 1.65 euros. Me quedé un rato frente al estante, mirando los contenedores a medio llenar y las cajas de cartón áspero y vacío. Una rara sensación de naufragio y pánico, junto con un espeso olor a cebolla, comino y sudor, me atenazó la nariz y me pregunté qué demonios hacía ahí dentro.
Salí, inmediatamente, sin Freixenet ni nada, y me quedé de pie, bajo el sol de las cuatro de la tarde del último día del año, subí por la calle Magdalena recordando el olor a pernil horneado en zumo de naranja de mi madre y la ensalada de gallina con la que mi hermana y yo podíamos demorar de una a dos horas picando patatas y zanahorias en cuadritos. Un dulce rencor de adulto me hizo entender que hay asuntos irreversibles: el tiempo, la distancia, las ñoñerías.
Llegué a casa y la lavadora había parado su canto insoportable de embolia doméstica. Seguía pensando en el horno remoto de los años anteriores, en la dulce congestión de la cocina vieja y las ollas abolladas, en los errores mil veces repasados, en los vestidos sucios y las historias decapitadas.
Saqué las toallas húmedas. Comprobé que no estaban tan limpias como quisiera. Recordé una de mis últimas Nocheviejas en Caracas, también en las Nocheviejas de los últimos tres años, y en las de mi infancia, y mi adolescencia, y en las que podría llegar a celebrar si llego a vieja. Me dio por pensar tonterías, las mismas de todos los días, las mismas de todos los años.
Voy a envejecer así. Entrando y saliendo de los lugares sin darme cuenta jamás de qué demonios hacía en ellos mientras los habitaba.