“Mañana, y mañana y mañana/ Se desliza en este mezquino paso de día a día/A la última sílaba del tiempo testimoniado/ Y todos nuestros ayeres han testimoniado a los tontos/El camino a la muerte polvorienta / ¡Muere, muere vela fugaz! La vida no es más que una sombra andante jugador deficiente/Que apuntala y realza su hora en el escenario Y después ya no se escucha más. Es un cuentoRelatado por un idiota, lleno de Ruido y Furia,Sin ningún significado”.
William Shakespeare. Macbeth
Antonio Diez practicó la coreografía de los detectores de metales. Contestó la verdad y nada más que la verdad. No llevaba cocaína en el estómago y no tenía intención alguna de secuestrar un avión para estrellarlo contra una torre. Que la funcionaria le rociara con el tufillo del imitador le ofendió. No tenía intención. Y en el caso de que lo deseara, ¿para qué copiar lo mil veces visto? Para destruir una ciudad entera, no necesitaba plagiar un atentado terrorista. Podía pensar y producir uno mucho mejor. Uno mucho, mucho mejor.
La pista de aterrizaje brillaba como un tenedor recién pulido, mientras la turbina del vuelo de American Airlines rascaba los vidrios con su ronquera. El reloj del pasillo daba las dos de una tarde sin baterías. Antonio Diez miró al resto de los pasajeros. Mataban el tiempo tocando las pantallas de sus móviles con la yema de sus dedos. El aeropuerto se convirtió en un enorme cementerio, un horno crematorio con aire acondicionado en el que alguien funde sus últimos cartuchos antes. ¿Me quieres, amor? Llámame al volver. Cuándo regresas. Una lista de reclamos y esquelas para el tablero tartamudo de llegadas y salidas; un sitio en el que alguien, siempre, está de paso. Pero Antonio Diez no tenía municiones, tampoco blanco para descargarlas. Por eso apagó el teléfono.
Se dirigió con pereza hacia el avión. Lo recibió un olor dulzón, una mezcla de azúcar ahumada y pan frío. Esquivó, aceptó y pidió disculpas, hasta dar con el asiento. Cayó derrotado en la butaca y pegó su nariz al cristal. El despegue le asestó un golpe entre los ojos. A su alrededor, la cabina se convirtió en una estampida de vasos plásticos, botellitas, menús enjaulados en bandejas y frutas tristes para viajeros sin hambre. Siempre odió de los aviones su rara manía de ataúd. Porque todo en ellos es pequeño. Provisional. Incierto. Como deben de ser las cosas bajo tierra... ¿o sobre ella? En las épocas en que se dedicó a cubrir las campañas electorales para la sección Nación del periódico, Antonio Diez entendió que los pasillos de los aviones privados son siempre mejores que estas jaulas públicas llenas de ovejas y turistas. Viajar. Conocer. Creer que el mundo es bello y abarcable desde un asiento de 40 centímetros. Necedades. El mundo, testimoniado por tontos, pensó. Leer el cuento completo
Oscariana, 2011.
Relato presentado( con el pseudónimo Oscariana) al 66 Concurso de Cuentos de El Nacional (Mención)
Relato presentado( con el pseudónimo Oscariana) al 66 Concurso de Cuentos de El Nacional (Mención)
Karina, me encantó el cuento, quiero mas, quiero la novela, quiero todo el talento al desnudo y sin prejuicios, te quiero.
ResponderEliminarMi bella Mariana: la novel le está escribiendo. Ojalá te guste tanto como el cuento.
ResponderEliminarEl tema de la literatura me resulta muy interesante y por eso disfruto de aprender y conocer sobre diferentes autores. En las ultimas vacaciones de invierno pude conocer a nuevos autores y disfrutar de sus obras
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