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Hace una semana, en la barriada caraqueña Santa Cruz del Este, un sicario arremetió a tiros contra un grupo de niños en un salón de clase del colegio de enseñanza popular Fe y Alegría. El sujeto mató a cuatro niños; eran hermanos de un ladrón del barrio. Quedan en la lista unos primos por ajusticiar, o al menos eso me han contado. Por eso el colegio ha cerrado sus puertas. Ayer, en la tarde, Mircea Cartarescu ha visitado Madrid para presentar la edición que ha hecho impedimenta de El Ruletista; la historia de un hombre que carga el tambor de un revólver con seis balas. Primero una, después dos, después tres... en matemática progresión hacia la que habrá de volarle -o no- la sien. Esta mañana, en un apretado vagón de metro, un texto de Michael Eaude sobre Hemingway me apunta con una frase recuperada de Javier Cercas, una frase que parece la boca fría del cañón de una pistola que alguien empuja contra mi costado: "El oficio del escritor consiste en convertir la realidad en sentido, aunque ese sentido sea ilusorio (...) Por eso digo que el escritor es un chiflado que tiene la obligación o el privilegio dudoso de ver la realidad, y por eso, cuando un escritor deja de escribir, acaba matándose, porque no ha sabido quitarse el vicio de ver la realidad pero ya no tiene un escudo con que protegerse de ella. Por eso se mató Hemingway". Me gustaría llevarme las manos en la cintura, encontrar, prendido de ella, un revólver de plata y nácar que limpiara mis ojos con un barrido de pólvora. Un viaje a la muerte desde el arma extraviada de un abuelo. En su novela Rosario Tijeras, Jorge Franco evoca fuertemente los besos como ventosas de fuego y plomo que una mujer recibe poco antes de ser abaleada. "Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte. Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola”. "Matémonos" así invoca la potente Reina a Marlon el comienzo de un viaje de indocumentados por la US1 en Paraíso Travel. Pienso estas cosas mientras subo las escaleras de una estación de Metro. Al llegar a la superficie siento deseos de oler mi piel. Acerco la nariz a mi brazo, rastreo la pólvora de los días, y me pierdo, a plena luz del día, en este raro revolcón de balas. Entonces pienso, una vez más, en la pistola con cacha de nácar que mi abuelo nunca disparó. Nunca.
La imagen de este post ha sido cogida de El Blog de La Cabra
Triste que éste y otros blogs que me he leído hoy, muestren la violencia en qué vivimos, producto de la falta de justicia y ley en que vivimos.
ResponderEliminarBueno María Antonieta... ¿qué vamos a hacer, no?i, Excepto sobrevivir, o procurarlo...
ResponderEliminarque maravilla de reflexion mujer!
ResponderEliminaryo a ti te leo siempre de última, con calma, para disfrutarte :)
Querida Karina, como siempre nos muestras que aún en la violencia, puede haber reflexión estética, sin perder fuerza. Qué dura es nuestra realidad. Hoy estoy conmovida por lo que está sucediendo en la cárcel de El Rodeo hace unos días, estamos ya a nivel de HORROR. Sin embargo me considero afortunada como tú al comprender que las armas que conocimos nunca fueron disparadas. Afortunadas nosotras... y con mucho temor me pregunto, si en estos "días de furia' seguirán tan impolutas...
ResponderEliminarOJalá, Diana.
ResponderEliminarOjalá. Es preferible, ¿no crees?