viernes, 24 de septiembre de 2010
Los hombres de Bernhard
Llevo cerca de un mes leyéndolo, subrayando cada una de sus frases y untándolas en una libreta para separar con el lápiz la prosa de la sustancia odiadora. Comencé con El Sótano, una novela ambientada en la postguerra que forma parte de la saga autobiográfica del narrador y dramaturgo austríaco. En ella, Bernhard se narra a sí mismo, cuando, camino de la escuela, decide tomar la dirección opuesta, darse la vuelta y entrar en la oficina de empleo.
Allí, con su mochila al hombro, un Bernhard de 16 años busca un trabajo de aprendiz en un oscuro comercio de alimentación donde debe cargar pesados sacos, pasar horas rodeado de polvo, soportando pestilencias y miserables clientes del barrio más pobre de Salzburgo. Es allí, en el acto repetitivo y mecánico, en la sensación de ser útil y de escapar del mundo de la escuela y del de su familia, donde Bernhard dice sentirse libre. Todo ocurre en primera persona. Con una potencia amarga que no defrauda la promesa de quien me lo recomendó asegurándome que en él encontraría la fina materia del desapego para diagnosticar mi propio malestar patrio.
En la dirección opuesta. Thomas Bernhard se sentía atrapado entre dos mundos miserables. O tres. O uno. Emocional y psíquicamente inestable, estuvo años recluido en un sanatorio a causa de su mala salud. Y me pregunto si sus quebrantos provenían de su exceso de lucidez. Más adelante, cuando leí Tala -un agresivo y potente libro que engullí entero en el metro, eso le da más sentido- pude comprobar que lo suyo iba más allá de lo que yo pensaba.
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En Tala, un hombre vuelva a Viena después de 20 años de ausencia. Y su regreso coincide, justamente, con el suicidio de una amiga y la invitación a una cena artística ofrecida por un matrimonio de la pequeña burquesía del que en su momento fue casi cortesano y a los que ahora odia, por sus prácticas provincianas y esnobistas.
Enterrado en un sillón de orejas, comido por su propia rabia, el narrador pone en marcha un furioso monólogo donde lo nacional queda hecho un guiñapo y lo humano poco menos que una sobra. En ella, Bernhard habla de Viena como una ciudad depredadora que ahoga a sus propios vástagos, un tema al que vuelve -a su manera- en El malogrado (1983), centrada en el fracaso de un estudiante de piano en contacto con un genio.
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Sus novelas tienen una impronta de la dramaturgia lo suficientemente fuerte como para que puedan ser leídas como si alguien las interpretara para nosotros. Quizás por eso uno tiene la sensación de que el narrador de Tala ha chupado la energía entera del lector sentado sin apenas alzar la voz, ahí desde el sillón del salón de estar vienés.
Y así, una y otra vez a lo largo de su obra, Bernhard parece cuestionar la utilidad-inutilidad de lo culto o lo creado, lo artístico o lo que quienes crean entienden como tal. En sus textos, lo propio es venenoso. Desencanto, golpiza, salivazo. Pura sangre en los dientes.
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Llevo cerca de un mes leyéndolo y temo que se me haga demasiado familiar en mí su sustancia odiadora. Los hombres de Bernhard hablan en escenarios, aunque habiten novelas. Están llenos de algo que todos han extraviado en el camino hacia lo que no pudieron ser -o lo que son-, una fina capa de sordas y lentas frustraciones.
Tremendo, buscaré a Bernhard una vez haya acabado con la fila de libros pendientes que tengo en encima del escritorio. Pero me quedé con la duda, ¿encontraste algún diagnóstico a tu malestar patrio?
ResponderEliminarsí
ResponderEliminary de la impresión me puse a escribir.
Creo que sale Tala, otra vez Bernhard. Saludos.
ResponderEliminarme recordaste al Martin Romaña de Bryce Echenique y sus cronicas desde un sillón voltaire.
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