miércoles, 2 de junio de 2010

Cinco maneras de acabar un Pisco Sour



Ha pasado casi una semana desde que ocurrió y aún no sé si la sensación venía como el azúcar, pegada con limón al borde de algunas copas, o si yo la traía de antes. Me demoré más de cuatro días en transcribir la entrevista, un monumento al santísimo oficio de procrastinar si consideramos que la conversación con el escritor duró apenas 35 minutos, ocho cigarrillos y los medios vasos de un pisco sour y un bloody mary.

Fue en Del Diego, paladeando palabras que a mí me parecían no tener puntería, cuando me di cuenta de que la profesión que ejerzo como apostolado no es más que un ejercicio de especulación, una sublimación, una intromisión, un entierro de la sardina con grabadora, uñas rosa y pretensiones literarias. Algo me resulta amargo, incluso unos 15 o 20 minutos antes, en la Fnac de Callao, antes de llegar a este bar, me resultaba amargo.

Entre su último libro y el que recién ha publicado, el que trae a cuento que estemos conversando, han pasado cinco años. Desde ese entonces, ni el escritor ha tenido la calma, ni la paz, ni el tiempo para hacer lo que debe, ni los lectores habían vuelto a saber nada de quien fuera uno de los premios Herralde más elegantes y mejor afinados de la colección Anagrama.

En ese tiempo, los años 2007 o 2008, no tuve valor de preguntar nada -¿qué haces? ¿estás escribiendo? ¿por qué no has publicado?- excepto las generalidades de siempre. Las veces que le ví, unas dos o tres veces, parecía harto del mundo y su mobiliario. Hasta que un día, creo que fue en el Hispania durante la entrega de un Herralde, me lo topé de bruces. Al intercambiable “cómo estás” que pudo ser “qué tal te ha ido” o “cómo va todo”, esos comodines de urbanidad que se te queman en las manos cuando en verdad quisieras preguntar de verdad, cómo carajo estás, el escritor dijo, con los ojos colgados en ningún lugar. “Pues mi padre ha muerto hace unos meses”.

Leyendo las primeras páginas del libro que justifica esta entrevista, el libro que narra la muerte de su padre y la difícil relación de ambos a lo largo de la juventud y madurez del escritor, entendí cosas que antes pasaron desapercibidas para un extraño como yo. El gesto aturdido y hosco de las veces que me lo topé, rodeado de gente, en los meses que supongo serían los peores de la enfermedad de su padre. La mirada con viento, de hace ya unos años, en Mérida (Venezuela), cuando en una conversación acerca de los comisarios de arte, mencionó a su padre pintor. Las páginas de Los seres felices, la tendencia de su narrador a eludir, a preferir la sombra, el silencio, a evitar conversaciones.

He dado unos sorbos al pisco sour. Hago mis mayores esfuerzos por ser un lector leal, fiel, el lector que creo haber sido hasta el comienzo de esta conversación. Pero a medida que avanza la tarde, y los cigarrillos, me descubro haciendo lo que sospecho es un psicoanálisis de grabadora. Lo que digo y lo que realmente quiero preguntar no se encuentran en los pasillos de mi estrecho cerebro.

-Ha dicho que ni cree ni pretende la escritura terapéutica. En este libro hay un duelo no necesariamente personal pero sí literario.
-¿Qué quieres decir… que me he quedado sin tema literario?
-No lo digo yo, lo dice usted en el libro, fue una oportunidad para poner en orden su propia escritura.
-No acabo de entender adónde quieres llegar.
-El tema del padre es universal, pero es demasiado combustible como para escogerlo al momento de retomar la escritura. Pudo no haber salido ileso.
-La característica de este tipo de libros es que se imponen. Con este libro intenté retomar mi carrera de escritor. Había intentado retomar la disciplina de la escritura tras un año y pico de abandono y dolor, y no pude. Y de pronto, una manera de recuperarme de ese duelo fue sentarme a escribir sobre el asunto que me había conducido a ese estado. ¿Era algo arriesgado? Sí. Pero no podía eludirlo.

Miro al escritor. Acerco el paquete de tabaco a sus manos, como una disculpa por retenerle aquí frente a esta ridícula grabadora. Llevo toda la entrevista haciendo la misma pregunta, de distintas formas. Un escritor como éste jamás colocaría su cabeza bajo la rebanadora de la confesión o el ajuste de cuentas con su padre. Aún así trato de saber por qué vuelve a él, ¿por qué para retomar la escritura escoge el camino más espinoso? Y parece que mientras más lo pregunto, más me alejo de mi destino. El Pisco está por acabar, su Bloody Mary no tanto pero casi.

A diferencia de hace unos minutos, en el local hay algo más de gente, y ruido. El escritor coge mi ejemplar de su libro y busca una frase de Amos Oz con la que pretende hacerse entender. La consigue. “Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector". Cierra el libro. "Eso es la literatura. Y aquí soy un poco tramposo. A pesar de que esté hablando sobre mi vida o la de mi padre, el corazón del relato está en el espacio que hay entre el relato y lector. Allí hay una trampa. No hubiese contado la historia si no hubiese estado consciente de su universalidad. Ésa es justamente la trampa. La literatura tiene que aspirar a eso”.

Río, indefensa. Me río de mis pocas fuerzas y mis mamarrachadas. El escritor me pregunta, varias veces, de qué me río. Y no sé cómo explicarle que no soy gilipollas. Que sí soy, pero no ahora. Que no me río de él. Que no hay risa sino derrota. Y me parece que un viento azota la cocktelería. Que me he bebido los peces sin pasar por los mares. Que el espacio entre lo escrito y el lector está, permanentemente, renovándose en mis días.

Arriendo áticos, novelones, ep's, canciones, poemas, relatos, ilustraciones. Alquilo novelas para el invierno, historias para espantar el insomnio. La grabadora sigue ahí necia, encendida, parpadeante como mi cara de periodista. Yo estoy al otro lado de la mesa, pensando en el tamaño de mis trampas. Miro la copa con los restantes de Pisco. Sólo me queda salir a la calle a patear contenedores, entregar 12.000 caracteres con espacios de esta entrevista, organizar un Entierro de la Sardina y reventar la próxima vidriera que vea con mi grabadora. Entonces sí, ahí sí, el Pisco se habrá terminado.

2 comentarios:

  1. El psicoanálisis de grabadora se te devolvió entonces. Y terminaste tu enfrentándote con tus propias trampas. Que bonito.

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  2. No lo sé Adriana.
    Lo cierto es que, de momento, no he reventado ninguna vidriera. muy mal de mi parte, por cierto.

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