Something in the way. Kurt Cobain
Crucé Alcalá a la altura de Cibeles con el Banco de España. El semáforo tartamudeaba hombrecitos verdes. Miré a la Diosa de reojo e imaginé a sus leones escupiendo pececitos a los alemanes insolados que inundaban Madrid con sus camisetas del Bayern Munich y sus cervezas tibias. No estaría mal convertir la tina de la Diosa en una cazuela, una sopa de flores muertas y peces gordos, pensé cuando una ola de vapor agrio me produjo arcadas.
Eran las seis y cuarto. Llevaba prisa. Se suponía que 15 minutos atrás ya debía de haber llegado a la librería La Central del Reina Sofía. Navegué a todo vapor de cigarro contra la corriente de la Champion League. Volví a cruzar, esta vez el paseo del Prado, a la altura de Neptuno. El menú del día de una cervecería incluía Bonito con tomate y doradas a la romana. Suculentos nadadores que dejaron las corrientes de agua fría por la corriente eléctrica del aceite hirviendo. Pensé en peces, otra vez.
Cuando uno se muda y empaca piensa demasiadas veces las mismas cosas y entonces, zás, pica el anzuelo, deja de dormir, se repite, parpadea. Por eso llevo algunas noches inventariando el acuario que mi hermano cuidaba con tanto celo cuando era pequeño. Recuerdo cada detalle, incluyendo las funestas mallas y redes para el paseíllo del difunto hasta la taza del wáter.
La pecera era grande, lo suficiente. La tenía sobre una mesa de su habitación en la casa de Los Chaguaramos. Era una enorme y pesada bombonera transparente llena de rocas lisas. La tenía ahí, como un objeto de culto, demasiado cerca -para mi gusto y el de mis rechonchas manos- de los vacía bolsillos, la billetera y su colección de plumas y bolis.
De aquella pecera lo recuerdo casi todo. El buzo con su escafandra mohosa y su campana de cobre, el invariable barco fantasma hundido en el falso fondo de un mar desinfectado, el filtro insistente y sus burbujas cansinas, las algas simétricas, los espejos verdosos y, por supuesto, los mimados peces betta, ese cardúmen psicópata y nacarado.
Fuentes, peces, acuarios, pescaderías, peceras, redes y peces gallo para comer con ensalada y vino con casera. Escupo humo y peces. Vuelvo a pensar en las fuentes tibias de verano, esos guisos públicos de monedas y deseos. Hace calor y mis manos aumentan de tamaño. Pienso en el acuario y el crimen inconfesado de la billetera y la pluma Parker que arrojé para provocar una respuesta en el aburrido buzo y en los temibles betta.
Lo recuerdo, perfectamente. Tenía las manos pringosas de helado, la boca entera llena de la combinación de mi polo favorito, mantecado y naranja, la mezcla adecuada para un asesino resentido al que le han cortado el cabello por haber cogido piojos en el cole. Me asomé al escritorio. Encontré sellos, soldaditos, aviones, nada atractivo. Hasta que se atravesó en mi campo de visión una sinfonía vandálica: la pecera y la gorda billetera, llena de quién sabe qué. No lo dudé.
La billetera cayó como un obús alemán en el doméstico charco marino. La pluma cayó más discretamente. El resultado fue poco menos que una catástrofe con mercurio en el Orinoco. El agua se volvió azul, un azul grave y submarino, un azul funesto, un azul travesura de comisuras mantecadas. Después de eso, nunca más volví a acercarme a la pecera ni a los Betta, tampoco probé el mantecado con naranja, al menos no tanto.
Como a mi hermano, supongo (de lo contrario no les habría prodigado tantos mimos), los peces Betta ejercían una fascinación especial sobre mí. Eran los únicos peces capaces de matarse bellamente. A diferencia de los Goldfish, que flotaban boca arriba como esponjas sobrealimentadas (también me gustaba alimentar, a veces de más, a los peces de mi hermano), los Betta morían de otra forma. Lo hacían con fogonazos de color y violentas sacudidas de cola.
En poco menos de una tarde, aquel pelotón tornasolado pasaba de ser una turbina brillante para terminar en una mancha de opacas virutas flotantes. Los machos, rojos y morados, y las hembras cobrizas y rojas a veces (sospecho que los de mi hermano eran splendens), picados entre sí, quedaban convertidos entonces en virutas sin brillo, una nube de algo que el buzo y su escafandra nunca llegaban a entender, un repertorio fúnebre puesto en remojo en el agua empozada.
Y sigo sin entender por qué me pierdo, por qué llego tarde, por qué si voy a un museo termino en las orillas de una playa color azul Waterman. Voy tarde y ya tengo Atocha en las narices. Voy tarde pero podría cogerme un tren ahora, el primero que salga en dirección al mar o las peceras, otra vez. Una mujer mayor me empuja, el jardín botánico parpadea y el sol me agrieta los labios sin piedad.
Quiero fumar pero tengo la boca demasiado seca para dar una calada o escupir un pez. Son casi las seis y media. Las fuentes brillan, salpican sus propias cuentas tornasol. Los hombrecitos verdes siguen parpadeando. Voy tarde. Voy tarde hacia ningún lugar. Voy tarde, dando rodeos a las fuentes, guisando mi caldo de pececitos, fechorías y monedas. Voy tarde, campaneando escamas en este vaso de cualquier cosa.