sábado, 24 de octubre de 2009

Un domicilio para Ulises Lima


¿Pasaría algo si Ulises Lima se mudara a vivir a un Laberinto? ¿Aparecería Arturo Belano haciendo pareja de jardinería con Marsé? ¿Ignacio Echevarría irrumpiría en una plazoleta con una enorme tijera sin aceitar entre las manos?

La semana pasada visité un parque. Sí.Un parque con laberinto. En el cartel explicativo para los visitantes leí que sobre la figura de este acanalado y tramposo tipo de jardín existieron varios usos simbólicos. Uno de los primeros: la atribución de su primera existencia a la isla de Minos.

A ese uso seguía otro, bastante más truculento, según el cual para los psicoanalistas, un laberinto podía describir la misma trayectoria de dos formas distintas: la del hombre que se aleja del centro huyendo de su propio y violento origen o, por el contrario, la ruta del que se acerca buscando acortar cada vez más la distancia con su propio centro. Ir a la derecha y la izquierda, a la vez. ¿Cuánto costará dar con la ruta correcta? No lo sé. Menos de 75 euros por sesión, seguro que no.

Si en ese laberinto literario e hipotético, además de Ulises Lima, diesen vueltas también, el Xarnego y la rubia Teresa, acaso Funes el Memorioso, Horacio, La Maga y el pequeño Rocamadour o el mismísimo Pepe Carvalho (al fin y al cabo otro detective... ¿salvaje? ), ¿qué pasaría? Descartada la hipótesis de una Bienal literaria, semejante convocatoria entre arbustos podría ser la desafortunada idea para una tesis doctoral o un inflamable relato breve con defectos de fábrica. El que esté libre de pecado que rasque la primera cerilla.

De darse el caso de encontrar a Ulises Lima en un laberinto construido en 1845, ¿llevaría cogida de la mano a Cesárea Tinajero, la maciza y gorda poeta indígena y realvisceralista tiroteada en el desierto de Sonora? Y si en ese mismo laberinto, destruido más tarde en 1936 por culpa de un aterrizaje forzoso de un avión de correos, el joven Lima pastara cual díscolo poeta y alucinado amante, ¿sería posible que encontrara cómo salir? Mejor dicho, ¿saldría?

No soy capaz de imaginar a Ulises Lima cual Teseo, atado a un rojo ovillo del que una joven doncella tira amorosamente. De estar en un laberinto, Ulises Lima sería la versión aguafiestas del minotauro asustadizo de Borges o quizás, porqué no, un canario mudo al que alguien bautiza con la esperanza de oírlo cantar por las mañanas.

Es tarde. Acabo de apagar 15 velas. Lo he hecho soplándolas pacientemente, haciéndome la idea de que cumplo años o arropo niños. No lo sé. Es tarde y no sé qué demonios hago pensando en cómo sería Ulises Lima si se mudara a vivir a un laberinto.

martes, 20 de octubre de 2009

El dorsal siete juega en la séptima jornada de la liga su juego 711 ó Tres tristes tigres en multitud



“El deportista sabe lo que le hace feliz y lo que le vuelve loco, y también sabe cómo reaccionar en cada caso. A su manera, es un auténtico adulto. Y precisamente por eso, le sería casi imposible ser amigo tuyo”.
Richard Ford. Periodista deportivo.


Puerta 35. Vomitorio 109. Fila 14. Sábado 17. La calefacción del estadio aún no funciona. Es muy pronto para sentir frío. El Real Valladolid desembarca, vulgar, en el césped de Bernabéu. Ese uniforme violeta, ese tufillo de segunda división que arrastran sus camisetas contrasta con la ostentación de su oponente y provoca una secreta, y muy silenciosa, solidaridad.

La séptima jornada de la Liga está por comenzar. El capitán hoy manda más que nunca sobre su once marinero. No más sonar el silbato, Raúl González, el dorsal siete de los merengues, celebrará su partido número 711 con la camiseta del Madrid. A eso hemos venido. A eso, y nada más.

La grada gira cual bola disco. El dorsal siete avanza con sus modos de garza. Levanta el brazo en un tiempo demorado, un tiempo que ocurre dos veces. Sí, dos. Una primera y obligatoria, la que ocurre ahora; luego una segunda, más reñida con la posteridad. Ocho y cinco minutos. El partido comienza y algo ronca bajo tierra. Es el timbre anónimo de los coros y los linchamientos.
En el ambiente arde una acupuntura. Algo propicia una erótica del tumulto. Esa forma de existir, también doble, del individuo y la multitud. El capitán escucha la ovación. Da carreras de potro ante las cámaras mientras existe dos veces en cada gesto. El que ha hecho y el que será recordado.

Entre los ochenta mil espectadores que hoy ocupan su localidad, Zidane y un Cristiano Ronaldo lesionado despachan, invisibles, como Dioses, en algún palco omnipresente. El aforo es un álgebra célebre, un ábaco galáctico. Los dos hombres más caros de la historia del Madrid, y del fútbol, están ahí, prendidos en alguna butaca del Santiago Bernabéu.

El capitán abre el marcador y tira de la tarta con un remate de pie izquierdo. Uno a cero. Una mujer de mandíbula salida y lengua tabernaria da voces desde la tribuna. “Sois una mierda, sois unos hijos de puta”, grita la moza con el labio caído y el cigarro encendido. De cuando en cuando, algunos de sus hijos o el marido, o todos a la vez, comen con desgana una pipa. La hacen estallar perezosamente, como diciendo: Sí, ya. Nosotros tampoco queremos tenerla al lado.

Al primer tanto, siguió otro, un clásico del Capitán según los entendidos: remate con la derecha tras seguir a una asistencia de Marcelo. La noche en que celebra su juego número 711, el capitán patea la pelota y la encaja en la red cual palabrota. A callar todo el mundo. No es un vejestorio. Es el cuarto mejor anotador de la historia de la Liga.

Pero a los veinte minutos del primer tiempo, el dos a uno ya no entusiasma ni engríe. El Madrid se desplaza por la banda. Xavi Alonso gira cual trompo sin conectar con Diarrá; Ramos sube demasiado y Benzemá se hace invisible. Nauzet, vistiendo de Pucelano, marca un tanto en el minuto 29. El equipo visitante ha roto el marcador y otro partido surge de la nada.

Los ánimos se sobreponen, se rizan grotescos y bufos. Andan por ahí con ese no sé qué de multitud, algo hosco y a la vez tierno, como debían resultarle los familiares de la provincia a la nobleza. El holandés Drenthe y Diarrá calientan a un lado del campo. Un hombre repara en ellos con exagerada atención. Da un par de caladas a su ducado y espeta, refiriéndose a los jugadores: “Que esto parece Cadiz a la tres de la mañana… Esto es un cayuco lleno de negros, ¡jode!r”. Da la impresión de que ha visto negros muy pocas veces en su vida, o al menos eso parece, porque no para de comentarlo. “¡Es un autobús de senegaleses!”.

Aunque poco le dura al voceador su asombro y se incorpora rápida con otra consigna más atractiva que ensayan ahora los Ultra Sur. “Laporta, cabrón, España es tu nación”. La mujer de dentadura voladiza, poseída desde hace 30 minutos, desanuda la bandera que lleva de delantal y grita contra el presidente azulgrana, recientemente retratado, cual draculino nacionalista, antorcha en mano, llamando a la sublevación catalana contra la opresión española. Y Olé. Que lo dice el presidente del Pep-dream-team. Vaya forma de abaratar una campaña política. Aunque eso, de momento, me trae sin cuidado.

El estadio canturrea. Se comporta sólo como sabe, y debe, hacerlo. Con hombres existen dos veces. Hombres historia, como el capitán. Hombres multitud, como nosotros. Unos existen para la posteridad, otros para congregarse. Un disparo frontal de Marcelo sube a 3 el marcador y cierra un purpurino primer tiempo.

Llegan a su fin los primeros 45 minutos de un capitán que timonea balones y los descose contra las redes. En la noche del 17 de octubre de 2009, el Bernabéu se atraganta. Las botas del capitán brillan más de lo normal. Lógico, ¿no? Ser el fútbol setecientas once veces ya es motivo suficiente para mudarse al Olimpo o venir de visita. Así son los hombres. Viven dos veces, cada quien de su lado de la grada.

lunes, 12 de octubre de 2009

Sobre la oveja número cien o el tobillo derecho de Cristiano Ronaldo



Zzzzzzzzzzzzz
Anónimo popular.

Una oveja se detiene ante una valla de dos metros de largo por uno y medio de alto. No quiere ser la primera en romper la vigilia. No está dispuesta a ser la número uno, la aguafiestas del techo a oscuras. Tres tigres viajan por la M-30 –les oigo rugir- y Cristiano Ronaldo vuelve a Madrid para conocer el alcance de sus lesiones; yo también.

Vuelve el esponjoso bobino a dudar. ¿Salta o no salta? Sigue detenida en la nada, cual montoncito de algodón en medio de una campiña verde. Detrás de ella, otras cien sueltan balidos como bocinazos. Algo distrae su dilema. Entonces la oveja número uno piensa.
El delantero no juagará contra el Milan, tampoco contra el Valladolid, ni el Getafe ni el Sporting. Vaya entrada la del marsellés. ¿Contará ovejas el dorsal nueve? Hoy hará bueno. En el País Vasco las nubes son más compactas, pero en el valle del Ebro el cierzo enloquece momentáneamente. Las ovejitas nocturnas siguen a la espera del pistoletazo.

La oveja número uno aún piensa si inaugurar o no la cuenta de esta noche. Los aviones suturan historias. No tocan sus sueños, les dejan intactos cual averiado reloj. Un síndrome, una costumbre, impone sus horarios sobre el viajero que cruza el mar. El Pijoaparte reina en una nube blanca de confeti y un ventilador imaginario resfría a los jardines en otoño. Son las tres. Un esposo amoroso ronronea en sueños. El reloj hace tic. La tele apagada, tac.

Al final de la línea, la oveja número cien se adelanta al resto. Salta la verja sin consultar a nadie. Derroca la duda de la primeriza compañera, que ahora no sabe si es la primera o la ciento una. El insomnio se desinfla, la antigua número uno también. La tramontana sopla con rachas moderadas y se promete un día feliz. Alguien debía tomar una decisión.

Los jardines del número tres de Mariano de Cavia aún están florecidos y las ovejas pastan, tranquilas, en la primera planta del edificio. Nadie me pide tabaco aún. He venido a comprobar el alcance de mis lesiones. Soy yo, la oveja número cien tomando la delantera. Soy yo, la oveja número cien. Yo también he chocado contra un marsellés.

martes, 6 de octubre de 2009

Sobre la conversación de los árboles y el idioma de los coyotes



"-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento rebelde.
Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph,
ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente".
Jorge Luis Borges. El Aleph

Esto es para ti, el señor de los coyotes, el amor de mis días.

Mi padre tiene una teoría bastante poco ortodoxa acerca de la conversación de los árboles. Su teoría no los incluye a todos, claro está, pero sí la mayoría de ellos (No me imagino a mi padre siendo el mejor amigo de una mata de mango, con un Chaguaramos le basta). El asunto en sí es simple.

Los árboles, dice él, son los mejores amigos de quienes les buscan. Es a ellos, y no a nadie más, a quienes debes contar tus cuitas. Pero los árboles no contestan, un razonamiento brillante con el que mi ilustrado hermano pretendió desmontar la teoría forestal de mi padre. Yo aún no estoy muy segura sobre si conversan o no los árboles. Sólo sé que los mueve el viento y que bajo su copa siempre se puede empezar ota vez.

Acerca de los pájaros existen también hipótesis similares. No hace mucho me hice llamar gorrión con la esperanza de aprender su idioma libre y secreto. Y debo admitir que aprendí algunas frases sueltas, suficientes para volver de la locura.

A mi hermana, que se la dá muy bien esto de hablar con los pájaros, no se le ha ocurrido una teoría muy concreta al respecto. Sólo sé que disfruta persiguiéndoles, donde quiera que vayan. Algo debieron decirle alguna vez para que ella no dejara de seguirlos. Vaya gorrión, a veces creo que hablas. Eso creo, a veces.

Y en el bosque hipotético de mis sueños y mis días, árboles y pájaros se unen cual gran orquesta. Y con ellos uno sería capaz de elevarse sobre los atascos, las ciudades y los idiomas incomprensibles. Sí, porque existen idiomas incomprensibles, dialectos enfermos que aprendemos a hablar frente a los espejos. "Yo me enseñé alemán, leyendo a Shopenhauer", dijo una vez Borges en una entrevista concedida cerca de los ochenta, ya al final de sus días.

No sé si el ciego más brillante de todos hallaría respuestas en su propia oscuridad. Lo cierto es que él, al igual que los pedestres mortales premiados con ojos necios, le faltaba aún un parpadeo concreto: el del alma. Por eso los guiños, a veces. Por eso los dialectos y Shopenhauer, también. El problema de los dilectos, como el de los párpados, es su intermitencia, aún más peligrosa que el silencio de los árboles.

Desde hace una semana ha vuelto a amanecer a su hora. El día llega puntual, con los dientes limpios y el corazón fresco. Alguien ha venido a darle voz a los árboles y verbo a los pájaros. Alguien ha venido desde muy lejos y ha traído consigo una manada de coyotes, el único animal de reino fantástico, el mismo que existe en las fuentes de Coyoacán y los desiertos. Los únicos capaces de volver en primavera, aunque estemos ya en octubre.

Rara la teoría de mi padre, no menos extravagante la del gorrión o la del buen Borges. Pero en este bosque hipotético es mejor desviar raíces y seguir de cerca el paso del coyote y del hombre que lo trajo de la mano. Prefiero su lenguaje al mío. Por eso le sigo, no importa la frontera.