Entendemos por adrenalina cadivi una monoamina catecolamina, simpaticomimética, segregada sólo por los venezolanos en el exterior a quienes se haya autorizado el cupo de dólares o euros por viaje que otorga el Gobierno a ciertos –no siempre todos- los ciudadanos. Dicha monoanima se deriva de la euforia que se produce cuando una tarjeta de crédito autorizada por la Comisión de Administración de Divisas (Cadivi) logra cargar con éxito una operación de cobro en el extranjero. Entiéndase: que pase la tarjeta. Y cada compra es un estribo para el heroinómano. La escena siempre es la misma. La cajera acepta el plástico; lo arrastra con cuidado en el datafono mientras uno piensa: “¿pasará o no pasará?”. Es como la venda o el cigarrillo, esos pequeños placeres de presos y condenados. “Gobierno bueno me regala la posibilidad de usar mi propio dinero”, repite uno, el pobre reo en todo este asunto.
Y lo que parece sólo una medida de control cambiario, es algo más. En un país donde tener moneda extranjera es ilegal –con pena de cárcel- a cualquiera le pica el rush de la adrenalina cadivi. Ejemplo: mi madre, una mujer de más 60 años, educación universitaria y sensibilidades varias. Ella fue objeto de la transformación -derivada del síndrome de Stockolmo bolivariano- de la Adrenalina Cadivi, algo así como el Adrenalina Caribe de los ochenta pero con menos piñas coladas y patillas, para dar paso a una resignada y luego eufórica tranquilidad. Mi pobre madre arrastraba hace días el pesar de una tarjeta inconstante y temperamental que no se decidía, jamás, a regalarle la alegría del euro oficial. Sencillamente, no ocurría. En Ikea, "transferencia fallida"; en compras por Internet, “tarjeta no válida”; entradas al teatro, “no”; entradas al Bernabéu, tampoco. Mi madre, que había hecho con estoicamente toda la peripecia soviética del trámite para obtener su plástico milagroso, estaba al borde del llanto. No podía entender porqué, porqué si ella lo había hecho todo tal y como se le indicaba, ¡la tarjeta no pasaba!
Pero en una tarde otoñal, al pie de la calle Bailén y como en la época de Pepe Botella, todo cambió. Tras una nerviosa caminata, un ir y venir, decisión e indecisión, acordamos intentarlo. Esta vez sí, le dije. Caminamos juntas en dirección al teatro real. Entramos en la taquilla, preguntamos por las únicas entradas que quedaban para la función de la Opera Un Baile de máscaras de Verdi -es bueno acotar que llevábamos cinco días meditando su adquisición-. Lectores, amigos: sólo quedaban entradas en patio o el súper mega gallinero. "Hija-dijo mi madre-. Yo no voy a pagar en efectivo eso". Cuando decimos efectivo explicaré a qué nos referimos. En el mercado negro, el euro duplica y triplica su valor, mientras que, con el maravilloso plástico del cambio oficial, nos salía por menos de la mitad. Yo, alcahueta de primera, le dije: "Mamá, intenta pasar la tarjeta. Si no pasa, decimos que es mía, y así no te llevas tú la vergüenza del insolvente”.
El plan estaba decidido. Nos acercamos a la taquilla del teatro, por segunda vez. Pedimos tímidamente y con voz de conejitos de Pascua: "Nos da las localidades del patio, segunda fila. Sí, ésas, ésas". Mi madre extiende la tarjeta. En un signo de apoyo, yo la empujo por la ranura de la taquilla. "Si se hunde la tarjeta de mi madre, nos hundimos todos", pensé. La empleada del teatro cogió la tarjeta, normalmente, sin sospechar el latido nervioso de nuestro corazón oprimido. La acomodadora imprimió las entradas y las guardó a un lado. Después pasó la tarjeta de crédito por el lector. Mi madre suspiró, yo recé mentalmente el ave María. "Que pase, que pase Dios, que pase, que pase la tarjeta". Y he allí: el milagro ocurrió. Tarjeta aceptada, entradas compradas. Una euforia repentina, súbita y maravillosa se apoderó de mi madre, y por ende de mí. ¡Pobres secuestradas del control de cambio! ¡Oh, tenemos entradas! "¡Y compradas con tarjeta", dijo, cual Manuela Malasaña o Charlote Corday, mi hermosa madre.
Madre e hija, acompañadas por el viento de los jardines de Sabatini, dieron un paseo alrededor del Palacio Real y la Plaza de oriente. Ambas, decididas, entraron a la Almudena. Todo fue místico. No por la patrona madrileña. ¡Era por Cadivi! Una vez de vuelta, con una taza de café humeante, en el famoso y antiguo Café de Oriente, mi madre levantó la vista y dijo, de pronto, con alegría de quien sobrevive a un gran accidente: "Tenemos entradas. ¡Y las compramos con tarjeta!"
Ya no me queda duda. Existe. Adrenalina Cadivi existe. Desde ese tarde, mi madre sonríe, bebe despreocupadamente y ve gatos animados que escupen líquido verde por el Skype. Es una mujer nueva, la hermosa y arrolladora rubia que sonríe gracias a esa alegría momentánea con la que un gobierno autoritario redime a sus pobres ciudadanos.