Desde hace unos meses quiero saber porqué ya no recuerdo mis sueños. Y eso que en ellos solía ser la reina de mis apacibles alucinaciones: he alumbrado a una de mis ex parejas; he visto crecer árboles de orugas en un tendedero; he transformado a los delanteros del Madrid en chaparros de un campo de fútbol y he cruzado Sevilla entera con un vestido de hojalata. He sido eso y mucho más. Exitosa como nadie en mi huerta somnolienta. Pero ahora colecciono retazos, pequeños pedazos de algo: una ciudad ardiente; una granja olvidada; un armario abandonado en un bosque y un rio seco que navego descalza sobre un naipe con manzanas. Lo acepto, siguen siendo sueños, pero siempre queda algo suelto, como una estampa perdida entre las plumas del edredón.
Paso por la noche como el mismísimo Joseph Beuys: acostada sobre una camilla para no tocar el suelo de mis sueños. Amanezco con sabor a llano y morichal en los dientes. Vengo de la avenida Bolívar a medio día y del despacho de mi padre en las tardes de cruz de Mayo. Meto los dedos en el costurero de mamá y me acuesto a dormir en un banco de Segovia. A veces regento una pensión perdida, de camas de madera y cuartos llenos de manteles de punto. Pero siempre pasa lo mismo, me convierto en algo que transcurre lejos de mi casa. Siento nostalgia de tiempo perdido que se ancla en la almohada. Y sólo cuando duermo regreso a sitios que ya no existen, abordo aviones que mi hermana hace despegar hacia ninguna parte y vuelvo del trabajo desde una estación en Cuatro vientos.
Y aunque intento, sigo pilotando mi propia camilla: dejo sonar el despertador, también la alarma del móvil; me despierto antes de lo que toca y miro a Salvador dormir. Me levanto porque no queda nada mejor qué hacer. Lo hago porque no bebo agua ni abro las ventanas, porque en la sala no hay aviones ni campos llenos de mastranto en Semana Santa. Pero pasan los meses y sigo así: sin poder tocar el suelo de mis propios sueños.
Paso por la noche como el mismísimo Joseph Beuys: acostada sobre una camilla para no tocar el suelo de mis sueños. Amanezco con sabor a llano y morichal en los dientes. Vengo de la avenida Bolívar a medio día y del despacho de mi padre en las tardes de cruz de Mayo. Meto los dedos en el costurero de mamá y me acuesto a dormir en un banco de Segovia. A veces regento una pensión perdida, de camas de madera y cuartos llenos de manteles de punto. Pero siempre pasa lo mismo, me convierto en algo que transcurre lejos de mi casa. Siento nostalgia de tiempo perdido que se ancla en la almohada. Y sólo cuando duermo regreso a sitios que ya no existen, abordo aviones que mi hermana hace despegar hacia ninguna parte y vuelvo del trabajo desde una estación en Cuatro vientos.
Y aunque intento, sigo pilotando mi propia camilla: dejo sonar el despertador, también la alarma del móvil; me despierto antes de lo que toca y miro a Salvador dormir. Me levanto porque no queda nada mejor qué hacer. Lo hago porque no bebo agua ni abro las ventanas, porque en la sala no hay aviones ni campos llenos de mastranto en Semana Santa. Pero pasan los meses y sigo así: sin poder tocar el suelo de mis propios sueños.
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar