Son las nueve en punto de una mañana perfecta. En el paseo de coches del parque El Retiro hace siete grados y una fila de árboles rojos se mece sin oponer resistencia. Los bancos sacan pecho y esperan lectores madrugadores. Los senderos se llenan de hojas secas, mientras una bandada de gente obsesionada con la salud trota, patina, practica Tai Chi y pasea pequineses. Todo es europeo, literario y entrañable, como un par de zapatos sin estrenar. Son las nueve en punto de una mañana perfecta. Soy feliz y me muero de frío.
Llevo conmigo un ejemplar de El País, que ahora se escribe con tilde. Desde la guerra del fútbol, el grupo Prisa deshace hasta los diptongos. Manuel Vicent escribe hoy mejor que nunca. Bob Dylan le hace un desaire al Príncipe de Asturias e intenta enviar a un ejecutivo de Sony a recoger el Premio en su lugar y Babelia estrena nuevo diseño. Convencida de que nadie vendrá a arrebatarme nada de lo que en ese momento me pertenece, comienzo a leer una entrevista a Jonathan Littel, un novelista neoyorquino que escribe en francés, tiene aspecto de heroinómano, ojeras verdosas, un arete de plata y un gesto premeditado de perturbación en su rostro.
Acaba de editarse en España la traducción de su novela Las Benévolas, que narra la historia del holocausto a través de Maximilian Aue, un cruento oficial de la SS. La prensa española le ha llamado el gran fenómeno literario, algo así como el Harry Potter de los hornos de gas. En Francia fue escogido como el libro del año y hasta recibió el Premio Goncourt, que Littel no fue a recibir. Luego de que fuese aclamado como el salvador del género de la novela, Littel se miró las uñas y dijo no saber si volvería a escribir otra. Por lo que se lee en la entrevista, el tipo está muy empeñado en parecer más inteligente de lo que es. Vive en Barcelona y responde a todo lo que se le pregunta con frases autosuficientes y cortantes.
“La cultura no nos protege de nada, los nazis son la prueba” dice el escritor nacido en 1967. No sé cuándo se habrá dado cuenta de que su frase es tan literal como engañosa. Debe de haber sido cuando trabajó en la ONG chechena y recibió la llamada iluminada de las frases resueltas. Pero no importa, su pesimismo se lleva mucho ahora y le queda bien. Lo que dice no es original pero sí una frase culta -la supuesta acumulación, u ostentación, de conocimiento confiere el atributo del fatalismo. Ahora que sé vivo como mejor siendo un saco de papas, parece significar toda esa perorata.
En ese tipo de lenguaje se apoltronan los nuevos intelectuales, quienes parecen vivir –precisamente- de desmentir su intelectualidad a toda costa. Jonathan Littel está tan comprometido con su falta de compromiso de la misma forma en que Rigoberta Menchú lo está con los pueblos indígenas. Cero mata cero. Y aún no sé porqué, pero sigo leyéndolo.
En la boca de estos tipos, el mundo sale prodigiosamente explicado con unas cuantas muletillas. Es como la expresión “reconstruir” en los ochenta, pero esta vez con novelas históricas y agua mineral. Algo así como si Michel Houellebecq y Amelie Nothomb hicieran una fiestica con pastas de té y vodka –“Yo soy más postmoderno que tú; no, yo soy más postmoderno que tú”-, pero con menos energía.
Sube el sol, pero por alguna razón la temperatura permanece en siete grados. Son las nueve en punto de una mañana perfecta y me muero de frío. Littel dice sentirse fascinado por el tema del verdugo. Por eso decidió ubicarlo en los años del Tercer Reich en lugar de la época actual. Para el neoyorquino, más asesino era Stalin que Hitler. En los años treinta, según Littel, el estalinismo ya había eliminado a millones de personas, mientras que los nazis iban “por unos miles” de víctimas.
“Así que hacia el año 1937, Hitler parecía hasta una opción válida para muchos, eso sin entrar en factores de clase social. Si pertenecías a una familia acomodada, lo más probable es que te aliaras a la derecha y si no, a la izquierda, siempre con excepciones. Supongo que en España, lo mismo. En ese momento, con esa situación, el nazismo era una opción que después perdió todo crédito por los resultados”. Leo en voz alta cada palabra de su respuesta. Los posesos de la salud vienen y van, los pequineses se multiplican, el viento arrecia. Un trío de amanecidos comienza a bailar como loco-mía, para burlarse de la coreografía con abanicos rojos que practican los del Tai-Chi.
Y de pronto me imagino al desapegado Littel fascinado con sus verdugos, y tratando de clasificarlos: Stalin mató mucho, poquito o nada; Hitler mató mucho, poquito o nada. Y en medio de semejante verdugómetro, la naturaleza del crimen de Estado parece haber quedado apretujada en el récord mortis que Littel colocó a Stalin y Hitler. El frío recrudece. Las hojas caen, amarillas, en el césped que no puedo pisar.
Hace una semana un amigo escritor pasó por Madrid para presentar un libro. Una de las cosas que más me gusta de volver a ver gente de Venezuela es el acento, como si el habla tuviera algo de casa. Hablamos de los detalles más domésticos y absurdos de lo que ocurre en el país: no hay leche, ni carne, ni azúcar, ni huevos. Sólo se habla de la reforma, la reforma, la reforma; el pueblo; la justicia popular; la justicia social; el pueblo, el pueblo, el pueblo. Pero también del Bolívar fuerte; de la patria potestad compartidacon el Estado.
La presentación de su libro ha sido breve, casi la mitad se ha ido en poner en perspectiva la literatura venezolana. Ahora, durante las cervezas, la mitad de la ronda se va en explicar de nuevo que Hugo Chávez fue electo en 1998 y que sus diez años de gobierno se explican en una larga cadena de hechos, matices, narraciones simultáneas y citas a pie de página. Que fue legítimo nadie lo niega, pero que siga siéndolo eso hay que contarlo como quien despeja una ecuación.
Esa misma semana, el Fiscal General de la República estuvo también en Madrid. Vino a desayunar con periodistas españoles y supongo que, entre churro y churro, hablaría de la reforma, del proceso revolucionario, del 11 de abril de 2002, del golpe fascista, del pueblo y los pueblos indígenas, del Santo Ismael y la corte malandra.
En la boca de estos tipos, el mundo sale prodigiosamente explicado con unas cuantas muletillas. Es como la expresión “reconstruir” en los ochenta, pero esta vez con novelas históricas y agua mineral. Algo así como si Michel Houellebecq y Amelie Nothomb hicieran una fiestica con pastas de té y vodka –“Yo soy más postmoderno que tú; no, yo soy más postmoderno que tú”-, pero con menos energía.
Sube el sol, pero por alguna razón la temperatura permanece en siete grados. Son las nueve en punto de una mañana perfecta y me muero de frío. Littel dice sentirse fascinado por el tema del verdugo. Por eso decidió ubicarlo en los años del Tercer Reich en lugar de la época actual. Para el neoyorquino, más asesino era Stalin que Hitler. En los años treinta, según Littel, el estalinismo ya había eliminado a millones de personas, mientras que los nazis iban “por unos miles” de víctimas.
“Así que hacia el año 1937, Hitler parecía hasta una opción válida para muchos, eso sin entrar en factores de clase social. Si pertenecías a una familia acomodada, lo más probable es que te aliaras a la derecha y si no, a la izquierda, siempre con excepciones. Supongo que en España, lo mismo. En ese momento, con esa situación, el nazismo era una opción que después perdió todo crédito por los resultados”. Leo en voz alta cada palabra de su respuesta. Los posesos de la salud vienen y van, los pequineses se multiplican, el viento arrecia. Un trío de amanecidos comienza a bailar como loco-mía, para burlarse de la coreografía con abanicos rojos que practican los del Tai-Chi.
Y de pronto me imagino al desapegado Littel fascinado con sus verdugos, y tratando de clasificarlos: Stalin mató mucho, poquito o nada; Hitler mató mucho, poquito o nada. Y en medio de semejante verdugómetro, la naturaleza del crimen de Estado parece haber quedado apretujada en el récord mortis que Littel colocó a Stalin y Hitler. El frío recrudece. Las hojas caen, amarillas, en el césped que no puedo pisar.
Hace una semana un amigo escritor pasó por Madrid para presentar un libro. Una de las cosas que más me gusta de volver a ver gente de Venezuela es el acento, como si el habla tuviera algo de casa. Hablamos de los detalles más domésticos y absurdos de lo que ocurre en el país: no hay leche, ni carne, ni azúcar, ni huevos. Sólo se habla de la reforma, la reforma, la reforma; el pueblo; la justicia popular; la justicia social; el pueblo, el pueblo, el pueblo. Pero también del Bolívar fuerte; de la patria potestad compartidacon el Estado.
La presentación de su libro ha sido breve, casi la mitad se ha ido en poner en perspectiva la literatura venezolana. Ahora, durante las cervezas, la mitad de la ronda se va en explicar de nuevo que Hugo Chávez fue electo en 1998 y que sus diez años de gobierno se explican en una larga cadena de hechos, matices, narraciones simultáneas y citas a pie de página. Que fue legítimo nadie lo niega, pero que siga siéndolo eso hay que contarlo como quien despeja una ecuación.
Esa misma semana, el Fiscal General de la República estuvo también en Madrid. Vino a desayunar con periodistas españoles y supongo que, entre churro y churro, hablaría de la reforma, del proceso revolucionario, del 11 de abril de 2002, del golpe fascista, del pueblo y los pueblos indígenas, del Santo Ismael y la corte malandra.
No sé si hablaría de su rueda de prensa del 11 de abril, a eso de la una y media de la tarde, cuando dijo que había sido nombrado el presidente de una comisión de diálogo en la Universidad Central. Ese día, a la misma hora, un grupo de pistoleros había comenzado a disparar contra el pueblo, que resultó no serlo tanto. Ese día murieron 19 personas, algunas de un solo disparo, otras de dos, o tres. Seis meses después murieron seis. Al año siguiente dos más un mes; luego otro, y más, y más. Y mientras los pistoleros de ese día terminaron como legisladores luego de ser liberados, otros tomaron su lugar en las cárceles. Fueron tantos, por motivos tan absurdos, que no podría citarlos todos. Vaya que la memoria histórica es mediata e ineficaz. ¿Hablaría de eso el Fiscal? No lo sé. No estuve allí. No me dejaron entrar.
Me he desconcentrado, así que retomo la lectura. “Una opción que perdió crédito por los resultados”, vaya frasecita la del Littel, es como el “pagan justos por pecadores” de las maestras, que nunca me quedó del todo claro. Quizás sea cierto que la cultura no salve a nadie. ¿Habría que esperar reacciones distintas, más o menos crueles, más o menos civilizadas, según alfabetos o analfabetos? Lamento no tener nadie en este momento a mi lado a quién preguntárselo, porque los bancos siguen sacando pecho, esperan lectores como yo respuestas. De pronto, pasan frente a mí un padre y su hijo. El niño emprende a patadas contra uno de los bancos. Su padre se da la vuelta, le mira y dice: “¿Por qué tienes esa manía de patear los bancos, si no de van a mover de la tierra?”.
“En un mundo sin Dios, era difícil implantar un sistema ético y moral. Las ideologías vinieron a hacerlo, a reemplazarlo, pero también fracasaron, así que ahora no tenemos nada. Y los iPod no van a construirlo. Ni la venta y la compra o la publicidad. Estos valores en los que estamos del consumismo, el ganar dinero, no son nada. Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos”, Littel habla como un coleccionista de huesos, rellena la contradicción con artefactos históricos, se esconde es las faldas de Fukuyama y prácticamente se masturba frente al lector con su fenomenología del peluche. El síndrome frescolita que alimenta los foros sociales y las barras no comprometidas. Rigoberta Menchú et alli; Manu Chau y compañía. Llenar el aire con más aire.
El banco sigue sin moverse a pesar del niño y sus patadas y una mujer de piel cobriza y tufo a ONG me pregunta si por allí se llega a la reunión de los pueblos unidos contra el capitalismo. Levanto la mirada. Son las nueve en punto de la mañana y me muero de frío.
Me he desconcentrado, así que retomo la lectura. “Una opción que perdió crédito por los resultados”, vaya frasecita la del Littel, es como el “pagan justos por pecadores” de las maestras, que nunca me quedó del todo claro. Quizás sea cierto que la cultura no salve a nadie. ¿Habría que esperar reacciones distintas, más o menos crueles, más o menos civilizadas, según alfabetos o analfabetos? Lamento no tener nadie en este momento a mi lado a quién preguntárselo, porque los bancos siguen sacando pecho, esperan lectores como yo respuestas. De pronto, pasan frente a mí un padre y su hijo. El niño emprende a patadas contra uno de los bancos. Su padre se da la vuelta, le mira y dice: “¿Por qué tienes esa manía de patear los bancos, si no de van a mover de la tierra?”.
“En un mundo sin Dios, era difícil implantar un sistema ético y moral. Las ideologías vinieron a hacerlo, a reemplazarlo, pero también fracasaron, así que ahora no tenemos nada. Y los iPod no van a construirlo. Ni la venta y la compra o la publicidad. Estos valores en los que estamos del consumismo, el ganar dinero, no son nada. Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos”, Littel habla como un coleccionista de huesos, rellena la contradicción con artefactos históricos, se esconde es las faldas de Fukuyama y prácticamente se masturba frente al lector con su fenomenología del peluche. El síndrome frescolita que alimenta los foros sociales y las barras no comprometidas. Rigoberta Menchú et alli; Manu Chau y compañía. Llenar el aire con más aire.
El banco sigue sin moverse a pesar del niño y sus patadas y una mujer de piel cobriza y tufo a ONG me pregunta si por allí se llega a la reunión de los pueblos unidos contra el capitalismo. Levanto la mirada. Son las nueve en punto de la mañana y me muero de frío.
HOLA
ResponderEliminar¿ME PERMITES PONER ALGUNOS DE TUS TEXTOS EN NUESTRA REVISTA VIRTUAL "RASGADODEBOCA"?
DALE UNA VUELTA A VER
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UN ABRAZO
CARLOS ZERPA
Muy buena tu lectura de la novela de Littel. También pienso que hay que leerla en clave moral. Si se lee únicamente en clave literaria, el resultado es aún peor. Algo parecido digo en mi reseña del libro, que publicará Letras Libres en diciembre.
ResponderEliminarHay otra dimensión interesante, la sociológica (por llamarla de algún modo). En realidad, lo más reseñable del tocho de Littel son las lecciones que sepamos sacar de su éxito como fenómeno editorial.
Sobre esto iba mi primer artículo en LL (febrero 2007). Que me permito copiar aquí.
De literatura y termodinámica
Por Ana Nuño
Diré dos o tres cosas sobre Les Bienveillantes,1 de Jonathan Littell, el mayor éxito de ventas en Francia desde su publicación, a finales de agosto de 2006. Pero me limitaré a comentar los aspectos sin duda más relevantes de esta novela; a mi juicio, ni su “calidad literaria” ni los “problemas éticos” que plantea entran en esta categoría (aunque también esto merece un comentario, que me reservo para una próxima entrega). Relevantes son, en este caso, su pertenencia a un determinado género literario y las consecuencias que pueden desprenderse de su éxito en el mercado.
Es obligado situar esta obra en el terreno al que pertenece: el de los productos literarios destinados a convertirse en best sellers “de calidad”. Sobreentiéndase, “de calidad literaria”. Llevamos un cuarto de siglo asistiendo a la aparición, primero, y después a la exitosa implantación en el mercado de este tipo de obras. Obras con rasgos estereotípicos fácilmente identificables. Su matriz literaria es doble: la novela histórica y la intriga detectivesca; su escritura, una mezcla de deliberado y controlado o limitado anacronismo; su finalidad, la restitución de una atmósfera, el “aroma” de una época del pasado, ahorrándole al lector la seca y ardua tarea de reconstrucción del historiador. De paso, si el autor tiene el suficiente talento o sencillamente “oficio”, la combinación de estos elementos produce el effet de réel –tan denostado en los tiempos jansenistas del estructuralismo y sus “escrituras blancas”– y a la vez el halago del lector.
En un mundo dominado, más que por la ciencia (¡ojalá!), por el prestigio de la especialización, el lector, sobre todo si lo es de novelas, siente el vago sonrojo de saberse atraído por unos objetos destinados únicamente a procurarle placer. Antes de la aparición del fenómeno del best seller “de calidad”, ese placer solía ser de dos tipos: el intelectual, considerado meliorativamente bajo la etiqueta de “literatura” y enaltecedoramente con el añadido epíteto “de creación”, y el de la intriga o el relato causal (aquello que Barthes, con su habitual pedantería, definía como el efecto de la falacia lógica post hoc ergo propter hoc), que solía presentarse en sociedad elegantemente vestido con la lítote de “placer de la lectura”.
Las cosas, pues, estaban en su sitio, burguesamente y como debe ser: ocupando cada una su correspondiente “clase”; estaba “la literatura”, destinada a las mentes superiores o lectores-alfa, y luego había unos objetos llamados best sellers, de consumo prioritario para “las masas”. Lo que no impedía que hubiera lectores-alfa capaces también de buscar el “thrill” de los placeres prohibidos en algún espeso volumen de Michener o Le Carré, o en las intrigas del melancólico Tom Ripley.
Pues bien, el best seller “de calidad” le procura al lector vergonzante el sosiego –quizás también la satisfacción, ciertamente la coartada– de ser capaz por fin de revolcarse en el fango de la literatura de masas sin sentirse “disminuido” intelectualmente. Porque si algo distingue este tipo de obras de los viejos best sellers es su pretensión de encerrar, no ya sólo misterio e intriga, sino conocimientos precisos sobre “la realidad”, envueltos en distinguidas o abstrusas (o distinguidas puesto que abstrusas) referencias a otras obras, autores o acontecimientos históricos, a su vez difuminadas por la bruma del prestigio cultural.
Puede que la pionera del fenómeno haya sido Marguerite Yourcenar, con sus Memorias de Adriano (1951) y su Opus Nigrum (1968); pero porque la publicación de estas obras antecede la mercadotecnia editorial –la fabricación diseñada y controlada de productos literarios destinados a un target del mercado previamente definido–, todavía se las considera “literatura” a secas. El fenómeno comenzó a manifestarse plenamente en 1980, con El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Este “producto” ofrecía ya todos los rasgos señalados, y además coincidía con la debida fabricación de un sector ad hoc del mercado editorial. (No vaya a pensarse, ingenuamente, que el mercado “está ahí fuera”, como los alienígenas de una popular serie de TV; el mercado, tanto como la literatura, es un producto más, cuya fabricación se diseña, controla y, sobre todo, se vende; de hecho, el tipo de obras al que nos referimos existe porque para ellas se fabrica el mercado apropiado; dicho sin tantos rodeos: lo que hace el mercado es definirse y venderse a sí mismo a través de unas determinadas obras).
Desde entonces a esta parte, no ha dejado de crecer el número de autores que lo cultivan con más o menos fortuna (literalmente: la fortuna del best seller es siempre contante y sonante, o no es); en España, donde a casi todo se llega tarde, el fenómeno ha tardado un poco más en calar y producir sus propios retoños. Es cierto que Eduardo Mendoza, con La verdad sobre el caso Savolta (1975) y La ciudad de los prodigios (1986), parece merecer el sitial de descubridor y conquistador de estas tierras del mercado en nuestras ídem; pero estas dos novelas encajan sólo parcialmente en el fenómeno descrito: hay todavía en ellas demasiado “juego” literario con la realidad y la ficción –juego “serio” y “en serio”, entiéndase, que es lo propio de la clase alta literaria–. Pero ahí están Soldados de Salamina, de Cercas, La sombra del viento, de Ruiz Zafón, y La catedral del mar, de Falcones. Ya tenemos nuestros best sellers “de calidad”. Ya somos mayores de edad, y como los estadounidenses y los ingleses, también tenemos el mercado adecuado para venderlos (y venderse).
He de reconocerlo: no comprendo a qué viene tanto quejarse de los efectos deletéreos que el éxito de los best sellers “de calidad” pudieran producir en las altas esferas de “la literatura”. Aparte de que esta augusta dama, a lo largo de su ya larga vida, se las ha visto con toda clase de advenedizos de los que siempre ha sabido extraer algún rédito, me parece más interesante ver el referido fenómeno como una demostración de que la literatura no está a salvo (tampoco) de las leyes de la termodinámica. Sobre todo de la segunda. Ya se sabe: cualquier sistema termodinámicamente aislado tiende a incrementar su propia entropía con el tiempo. La literatura –todo lo que la constituye, es decir, y contrariamente a la doxa popular, no sólo los autores y los lectores, sino el mercado y sus actores: editores, agentes, scouts; críticos y periodistas; académicos y académicas, que diría Ibarretxe– ha tendido durante siglos a constituirse en un sistema aislado, lo suficientemente energético como para generar su entropía.
Les Bienveillantes es un buen ejemplo de best seller de calidad, y a la vez un magnífico ejemplar entrópico del sistema literario. De lo primero da fe la simultánea entronización de esta novela por las instituciones culturales de la “alta” literatura y sus enormes ventas. Gran Premio de la Academia Francesa y Premio Goncourt (para citarlos en orden cronológico de atribución), esta primera novela escrita en francés por un estadounidense estuvo a punto de obtener también el Femina. En cuanto a las cifras de ventas, su progresión es de vértigo: el 21 de septiembre de 2006, es decir un mes justo después de su publicación, había vendido 170.000 ejemplares; a comienzos de noviembre, antes del Goncourt, 200.000, y a mediados de diciembre superaba los 600.000 ejemplares. Ojo: Les Bienveillantes tiene 903 páginas y un precio de venta, en Francia, de 25 euros. Su editor, Gallimard, que la ha sacado en la célebre “colección blanca” (era el ferviente deseo de su autor, lector y admirador de las obras de Blanchot, Genet y Louis-René des Forêts, publicadas en esta “totémica” colección), ha tenido que editarla en un papel de gramaje inferior (50 gr.) y echar mano de todo el stock de papel que tenía previsto para sus… ¡Harry Potters!
En cuanto al incremento de energía entrópica que supone el éxito de la novela de Littell, hay dos indicadores elocuentes. El primero, de orden casi técnico, es quizás también el más portentoso. Por primera vez en la historia de la edición francesa (una de cuyas características, y rasgo de “excepción cultural” exhibido con orgullo, es el casi nulo peso de los agentes literarios en la definición de los contratos de edición), un gigantesco best seller “de calidad” le aportará a su primer editor en su lengua original únicamente los beneficios que saque de la venta del libro. Jonathan Littell, autor primerizo, puso el libro en manos de un agente, el británico Andrew Nurnberg, quien envió a cuatro editoriales francesas (además de Galimard, Grasset, Lattès y Calmann-Lévy) el gigantesco manuscrito bajo el transparente seudónimo de “Jean Petit” (Robert Littell, el padre de Jonathan, es un conocido autor de novelas de espías, es decir, de best sellers a la vieja usanza, editadas en Francia, además, por Denoël, un sello de Gallimard). Nurnberg logró que Gallimard firmara un contrato del que está excluida la gestión de la venta de los derechos a otras lenguas, y que además limita severamente el tiempo de explotación de los únicos derechos cedidos a esta editorial. Gracias al éxito de la novela en Francia, Nurnberg negoció muy al alza en la última Feria de Frankfurt los derechos de traducción a otras lenguas (en Inglaterra será editada por Chatto & Windus; en USA, por HarperCollins). Esta situación se traduce, en términos “contantes y sonantes”, en el hecho inédito –valga en este contexto decirlo– de que el autor ganará mucho más dinero que su editor. De hecho, Littell podría ganar hasta el doble (la periodista Florence Noiville calcula que cerca de 1.750.000 euros). El “caso Littell” (el caso de mercado, entiéndase) y sus consecuencias llevaron a Le Monde a editorializar sobre este asunto (“Goncourt cas d’école”, 08/11/2006) y a Antoine Gallimard a lamentarse públicamente en el mismo diario del poder cada vez mayor de los agentes literarios y su penetración en el oasis de la “excepción cultural” francesa (“«Les Bienveillantes», une belle histoire”, 10/11/2006).
De este estado de cosas se deducen al menos dos consecuencias importantes. La primera es que también a los editores franceses les ha llegado su hora o, por mejor decirlo, la hora de poner sus relojes a la hora actual del mercado. Un mercado en el que la segunda ley de la termodinámica surte sus efectos en todos los elementos del sistema. La “excepción editorial” francesa parece haber acabado: los todopoderosos editores, gestores de la totalidad de los derechos de explotación de las obras, entrarán en la “modernidad” editorial y se verán obligados a “compartir” mucho más que antes la energía entrópica del mercado con los autores, vía los agentes y sus scouts. La segunda consecuencia es la refutación del axioma que rezaba que un libro de casi mil páginas difícilmente encuentra editor. Por descontado, es capaz de encontrarlo, pero únicamente porque existe un mercado para obras que, con independencia de su volumen, se ajustan a las características del best seller “de calidad”. No ya la inmensa novela de Proust, sino un relato corto como La metamorfosis de Kafka no hallaría hoy editor sencillamente porque el mercado (quienes lo definen, gestionan y promueven) “sabe” que hay pocos lectores para obras de este tipo.
Dicho lo cual, podríamos comenzar a detallar por qué Les Bienveillantes, auténtico best seller “de calidad”, es cualquier cosa salvo una obra literaria, y dista años luz de ser la “obra maestra” que la mayoría de los críticos literarios (cumpliendo a la perfección su papel dentro del mercado) han decidido que es. Pero esto será en otra oportunidad. O, como diría un personaje de Shakespeare: more, anon.
Nota:
1. Este era el eufemismo consagrado de las temibles Erínias o Furias, diosas de la venganza. En griego, “Euménides”, “las Benévolas”. La referencia culta, por supuesto, es a la Orestiada, de Esquilo.