Son las nueve en punto de una mañana perfecta. En el paseo de coches del parque El Retiro hace siete grados y una fila de árboles rojos se mece sin oponer resistencia. Los bancos sacan pecho y esperan lectores madrugadores. Los senderos se llenan de hojas secas, mientras una bandada de gente obsesionada con la salud trota, patina, practica Tai Chi y pasea pequineses. Todo es europeo, literario y entrañable, como un par de zapatos sin estrenar. Son las nueve en punto de una mañana perfecta. Soy feliz y me muero de frío.
Llevo conmigo un ejemplar de El País, que ahora se escribe con tilde. Desde la guerra del fútbol, el grupo Prisa deshace hasta los diptongos. Manuel Vicent escribe hoy mejor que nunca. Bob Dylan le hace un desaire al Príncipe de Asturias e intenta enviar a un ejecutivo de Sony a recoger el Premio en su lugar y Babelia estrena nuevo diseño. Convencida de que nadie vendrá a arrebatarme nada de lo que en ese momento me pertenece, comienzo a leer una entrevista a Jonathan Littel, un novelista neoyorquino que escribe en francés, tiene aspecto de heroinómano, ojeras verdosas, un arete de plata y un gesto premeditado de perturbación en su rostro.
Acaba de editarse en España la traducción de su novela Las Benévolas, que narra la historia del holocausto a través de Maximilian Aue, un cruento oficial de la SS. La prensa española le ha llamado el gran fenómeno literario, algo así como el Harry Potter de los hornos de gas. En Francia fue escogido como el libro del año y hasta recibió el Premio Goncourt, que Littel no fue a recibir. Luego de que fuese aclamado como el salvador del género de la novela, Littel se miró las uñas y dijo no saber si volvería a escribir otra. Por lo que se lee en la entrevista, el tipo está muy empeñado en parecer más inteligente de lo que es. Vive en Barcelona y responde a todo lo que se le pregunta con frases autosuficientes y cortantes.
“La cultura no nos protege de nada, los nazis son la prueba” dice el escritor nacido en 1967. No sé cuándo se habrá dado cuenta de que su frase es tan literal como engañosa. Debe de haber sido cuando trabajó en la ONG chechena y recibió la llamada iluminada de las frases resueltas. Pero no importa, su pesimismo se lleva mucho ahora y le queda bien. Lo que dice no es original pero sí una frase culta -la supuesta acumulación, u ostentación, de conocimiento confiere el atributo del fatalismo. Ahora que sé vivo como mejor siendo un saco de papas, parece significar toda esa perorata.
En ese tipo de lenguaje se apoltronan los nuevos intelectuales, quienes parecen vivir –precisamente- de desmentir su intelectualidad a toda costa. Jonathan Littel está tan comprometido con su falta de compromiso de la misma forma en que Rigoberta Menchú lo está con los pueblos indígenas. Cero mata cero. Y aún no sé porqué, pero sigo leyéndolo.
En la boca de estos tipos, el mundo sale prodigiosamente explicado con unas cuantas muletillas. Es como la expresión “reconstruir” en los ochenta, pero esta vez con novelas históricas y agua mineral. Algo así como si Michel Houellebecq y Amelie Nothomb hicieran una fiestica con pastas de té y vodka –“Yo soy más postmoderno que tú; no, yo soy más postmoderno que tú”-, pero con menos energía.
Sube el sol, pero por alguna razón la temperatura permanece en siete grados. Son las nueve en punto de una mañana perfecta y me muero de frío. Littel dice sentirse fascinado por el tema del verdugo. Por eso decidió ubicarlo en los años del Tercer Reich en lugar de la época actual. Para el neoyorquino, más asesino era Stalin que Hitler. En los años treinta, según Littel, el estalinismo ya había eliminado a millones de personas, mientras que los nazis iban “por unos miles” de víctimas.
“Así que hacia el año 1937, Hitler parecía hasta una opción válida para muchos, eso sin entrar en factores de clase social. Si pertenecías a una familia acomodada, lo más probable es que te aliaras a la derecha y si no, a la izquierda, siempre con excepciones. Supongo que en España, lo mismo. En ese momento, con esa situación, el nazismo era una opción que después perdió todo crédito por los resultados”. Leo en voz alta cada palabra de su respuesta. Los posesos de la salud vienen y van, los pequineses se multiplican, el viento arrecia. Un trío de amanecidos comienza a bailar como loco-mía, para burlarse de la coreografía con abanicos rojos que practican los del Tai-Chi.
Y de pronto me imagino al desapegado Littel fascinado con sus verdugos, y tratando de clasificarlos: Stalin mató mucho, poquito o nada; Hitler mató mucho, poquito o nada. Y en medio de semejante verdugómetro, la naturaleza del crimen de Estado parece haber quedado apretujada en el récord mortis que Littel colocó a Stalin y Hitler. El frío recrudece. Las hojas caen, amarillas, en el césped que no puedo pisar.
Hace una semana un amigo escritor pasó por Madrid para presentar un libro. Una de las cosas que más me gusta de volver a ver gente de Venezuela es el acento, como si el habla tuviera algo de casa. Hablamos de los detalles más domésticos y absurdos de lo que ocurre en el país: no hay leche, ni carne, ni azúcar, ni huevos. Sólo se habla de la reforma, la reforma, la reforma; el pueblo; la justicia popular; la justicia social; el pueblo, el pueblo, el pueblo. Pero también del Bolívar fuerte; de la patria potestad compartidacon el Estado.
La presentación de su libro ha sido breve, casi la mitad se ha ido en poner en perspectiva la literatura venezolana. Ahora, durante las cervezas, la mitad de la ronda se va en explicar de nuevo que Hugo Chávez fue electo en 1998 y que sus diez años de gobierno se explican en una larga cadena de hechos, matices, narraciones simultáneas y citas a pie de página. Que fue legítimo nadie lo niega, pero que siga siéndolo eso hay que contarlo como quien despeja una ecuación.
Esa misma semana, el Fiscal General de la República estuvo también en Madrid. Vino a desayunar con periodistas españoles y supongo que, entre churro y churro, hablaría de la reforma, del proceso revolucionario, del 11 de abril de 2002, del golpe fascista, del pueblo y los pueblos indígenas, del Santo Ismael y la corte malandra.
En la boca de estos tipos, el mundo sale prodigiosamente explicado con unas cuantas muletillas. Es como la expresión “reconstruir” en los ochenta, pero esta vez con novelas históricas y agua mineral. Algo así como si Michel Houellebecq y Amelie Nothomb hicieran una fiestica con pastas de té y vodka –“Yo soy más postmoderno que tú; no, yo soy más postmoderno que tú”-, pero con menos energía.
Sube el sol, pero por alguna razón la temperatura permanece en siete grados. Son las nueve en punto de una mañana perfecta y me muero de frío. Littel dice sentirse fascinado por el tema del verdugo. Por eso decidió ubicarlo en los años del Tercer Reich en lugar de la época actual. Para el neoyorquino, más asesino era Stalin que Hitler. En los años treinta, según Littel, el estalinismo ya había eliminado a millones de personas, mientras que los nazis iban “por unos miles” de víctimas.
“Así que hacia el año 1937, Hitler parecía hasta una opción válida para muchos, eso sin entrar en factores de clase social. Si pertenecías a una familia acomodada, lo más probable es que te aliaras a la derecha y si no, a la izquierda, siempre con excepciones. Supongo que en España, lo mismo. En ese momento, con esa situación, el nazismo era una opción que después perdió todo crédito por los resultados”. Leo en voz alta cada palabra de su respuesta. Los posesos de la salud vienen y van, los pequineses se multiplican, el viento arrecia. Un trío de amanecidos comienza a bailar como loco-mía, para burlarse de la coreografía con abanicos rojos que practican los del Tai-Chi.
Y de pronto me imagino al desapegado Littel fascinado con sus verdugos, y tratando de clasificarlos: Stalin mató mucho, poquito o nada; Hitler mató mucho, poquito o nada. Y en medio de semejante verdugómetro, la naturaleza del crimen de Estado parece haber quedado apretujada en el récord mortis que Littel colocó a Stalin y Hitler. El frío recrudece. Las hojas caen, amarillas, en el césped que no puedo pisar.
Hace una semana un amigo escritor pasó por Madrid para presentar un libro. Una de las cosas que más me gusta de volver a ver gente de Venezuela es el acento, como si el habla tuviera algo de casa. Hablamos de los detalles más domésticos y absurdos de lo que ocurre en el país: no hay leche, ni carne, ni azúcar, ni huevos. Sólo se habla de la reforma, la reforma, la reforma; el pueblo; la justicia popular; la justicia social; el pueblo, el pueblo, el pueblo. Pero también del Bolívar fuerte; de la patria potestad compartidacon el Estado.
La presentación de su libro ha sido breve, casi la mitad se ha ido en poner en perspectiva la literatura venezolana. Ahora, durante las cervezas, la mitad de la ronda se va en explicar de nuevo que Hugo Chávez fue electo en 1998 y que sus diez años de gobierno se explican en una larga cadena de hechos, matices, narraciones simultáneas y citas a pie de página. Que fue legítimo nadie lo niega, pero que siga siéndolo eso hay que contarlo como quien despeja una ecuación.
Esa misma semana, el Fiscal General de la República estuvo también en Madrid. Vino a desayunar con periodistas españoles y supongo que, entre churro y churro, hablaría de la reforma, del proceso revolucionario, del 11 de abril de 2002, del golpe fascista, del pueblo y los pueblos indígenas, del Santo Ismael y la corte malandra.
No sé si hablaría de su rueda de prensa del 11 de abril, a eso de la una y media de la tarde, cuando dijo que había sido nombrado el presidente de una comisión de diálogo en la Universidad Central. Ese día, a la misma hora, un grupo de pistoleros había comenzado a disparar contra el pueblo, que resultó no serlo tanto. Ese día murieron 19 personas, algunas de un solo disparo, otras de dos, o tres. Seis meses después murieron seis. Al año siguiente dos más un mes; luego otro, y más, y más. Y mientras los pistoleros de ese día terminaron como legisladores luego de ser liberados, otros tomaron su lugar en las cárceles. Fueron tantos, por motivos tan absurdos, que no podría citarlos todos. Vaya que la memoria histórica es mediata e ineficaz. ¿Hablaría de eso el Fiscal? No lo sé. No estuve allí. No me dejaron entrar.
Me he desconcentrado, así que retomo la lectura. “Una opción que perdió crédito por los resultados”, vaya frasecita la del Littel, es como el “pagan justos por pecadores” de las maestras, que nunca me quedó del todo claro. Quizás sea cierto que la cultura no salve a nadie. ¿Habría que esperar reacciones distintas, más o menos crueles, más o menos civilizadas, según alfabetos o analfabetos? Lamento no tener nadie en este momento a mi lado a quién preguntárselo, porque los bancos siguen sacando pecho, esperan lectores como yo respuestas. De pronto, pasan frente a mí un padre y su hijo. El niño emprende a patadas contra uno de los bancos. Su padre se da la vuelta, le mira y dice: “¿Por qué tienes esa manía de patear los bancos, si no de van a mover de la tierra?”.
“En un mundo sin Dios, era difícil implantar un sistema ético y moral. Las ideologías vinieron a hacerlo, a reemplazarlo, pero también fracasaron, así que ahora no tenemos nada. Y los iPod no van a construirlo. Ni la venta y la compra o la publicidad. Estos valores en los que estamos del consumismo, el ganar dinero, no son nada. Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos”, Littel habla como un coleccionista de huesos, rellena la contradicción con artefactos históricos, se esconde es las faldas de Fukuyama y prácticamente se masturba frente al lector con su fenomenología del peluche. El síndrome frescolita que alimenta los foros sociales y las barras no comprometidas. Rigoberta Menchú et alli; Manu Chau y compañía. Llenar el aire con más aire.
El banco sigue sin moverse a pesar del niño y sus patadas y una mujer de piel cobriza y tufo a ONG me pregunta si por allí se llega a la reunión de los pueblos unidos contra el capitalismo. Levanto la mirada. Son las nueve en punto de la mañana y me muero de frío.
Me he desconcentrado, así que retomo la lectura. “Una opción que perdió crédito por los resultados”, vaya frasecita la del Littel, es como el “pagan justos por pecadores” de las maestras, que nunca me quedó del todo claro. Quizás sea cierto que la cultura no salve a nadie. ¿Habría que esperar reacciones distintas, más o menos crueles, más o menos civilizadas, según alfabetos o analfabetos? Lamento no tener nadie en este momento a mi lado a quién preguntárselo, porque los bancos siguen sacando pecho, esperan lectores como yo respuestas. De pronto, pasan frente a mí un padre y su hijo. El niño emprende a patadas contra uno de los bancos. Su padre se da la vuelta, le mira y dice: “¿Por qué tienes esa manía de patear los bancos, si no de van a mover de la tierra?”.
“En un mundo sin Dios, era difícil implantar un sistema ético y moral. Las ideologías vinieron a hacerlo, a reemplazarlo, pero también fracasaron, así que ahora no tenemos nada. Y los iPod no van a construirlo. Ni la venta y la compra o la publicidad. Estos valores en los que estamos del consumismo, el ganar dinero, no son nada. Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos”, Littel habla como un coleccionista de huesos, rellena la contradicción con artefactos históricos, se esconde es las faldas de Fukuyama y prácticamente se masturba frente al lector con su fenomenología del peluche. El síndrome frescolita que alimenta los foros sociales y las barras no comprometidas. Rigoberta Menchú et alli; Manu Chau y compañía. Llenar el aire con más aire.
El banco sigue sin moverse a pesar del niño y sus patadas y una mujer de piel cobriza y tufo a ONG me pregunta si por allí se llega a la reunión de los pueblos unidos contra el capitalismo. Levanto la mirada. Son las nueve en punto de la mañana y me muero de frío.