sábado, 29 de septiembre de 2007

Fuego Vargas Llosa, fuego



He leído una entrevista de Vargas Llosa en El País. Aparece platinado y perfecto, retratado en una foto de perfil. Está riendo, aunque se tapa la boca como si interrumpiese un eructo. Dejo de mirarle, comienzo a leer. La periodista escribe de más, cuenta cosas que no me interesan. Habla del silencio reverencial de la sala de la Fundación Juan March; habla del famoso escritor; habla de las cuatrocientas personas convocadas que escuchan embelesadas al peruano. La periodista dice cosas que ya supongo. Que ya sé.

Vargas Llosa habla de la inspiración; del método Cortázar; de La Guerra del fín del mundo. Habla. Y lo hace frente a 400 personas. Escribe la periodista, otra vez. Mario Vargas Llosa describe cuánto y cómo se documenta. Enumera sus métodos. Desprestigia la inspiración. El escritor luce reposado. Ya no dice, como a sus veintitantos, que la literatura es fuego. Ya no habla de su brasa política. Ha olvidado a los escritores-presidentes. Se apoltrona en sus canas. Me mira de lejos con sus ojos viejos de papel de periódico. Ya no es el flacuchento autor de La Casa Verde que posa al lado de un arruinado y calvo Rómulo Gallegos. Ya Doña Bárbara no le cuida las espaldas.

Por alguna razón, a Vargas Llosa le da por recordar el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Lo menciona, de pasada. Algo se echa a andar, algo retrocede en mis ojos y los suyos. Busco en Google una foto vieja. La encuentro. El maestro Gallegos, civilizador y decrépito, se retrata a su lado. La leyenda dice: “Foto del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. La Justa novelística dirimida por primera vez el 2 de agosto de 1967, fue creada en Venezuela el 1° de agosto de 1964 por decreto N° 83 del entonces Presidente de la República, Raúl Leoni, con la finalidad de perpetuar y honrar la obra del eminente novelista y estimular la actividad creadora de los escritores de habla castellana”. Vuelvo a la entrevista de El País, al eructo contenido en los labios del escritor. Hay una indigestión en su gesto.

En ese entonces, el premio metálico, además de medalla de oro y diploma, era de cien mil bolívares. Había trece jurados distribuidos entre todos los países de habla hispana, quienes remitían su veredicto a un jurado internacional constituido por Andrés Iduarte (México), Benjamín Carrión (Ecuador), Fermín Estrella Gutiérrez (Argentina), Juan Oropesa (Venezuela) y Arturo Torres Rioseco (Chile). El Jurado Nacional, en el cual figuraban Fernando Paz Castillo, Pbro. Pedro Pablo Barnola S.J. y Pedro Díaz Seijas, recomendó La Casa Verde del peruano Mario Vargas Llosa. Leoni había hecho la primea entrega del Prmeio, en 1964. Las próximas la presidiría Rafael Caldera, el social demócrata. Coincidió que la entrega del Premio la presidió ese año Simón Alberto Consalvi y fue realizada con la presencia del Maestro, de Don Rómulo Gallegos, quien posa, derrocado y moribundo. Menos civilizador y pedagogo que nunca. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Ignora mis recuerdos.

Ella no lo escribe. Vargas Llosa no lo comenta. El escritor prefiere hablar de otras cosas. Nada queda en sus palabras del novelista de antaño, de ese menesteroso tirapiedras. Todos en su década quisieron ser eso. Todos. Tirapiedras a lo Seix Barral. Boom, ¿verdad? Boom.

En su discurso, durante la entrega del Premio, en 1967, leyó el entonces joven y aún dientón peruano: “El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia, y a sus convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anónimo que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal”. Y él, sus palabras y su corbata se afirman en una foto deslucida.

El joven novelista insistió esa noche: “Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza”. ¿Quién nos recordaría lo que nos esperaba? ¿Ellos?

Imagino a Gallegos escuchándole. Le imagino deletrear en su mente las palabras que lee el ganador. Insurrección, ese sustantivo entonces militar, debió sonarle agria a todos. Gallegos, el novelista derrocado en 1948 por una Junta Militar, debió babear de olvido escuchándole. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Lo ignora. Vargas Llosa también. Ignora incluso el parentesco que esa foto pudo tener: dos pedagogos, uno maltrecho y otro por malherir. No en vano Vargas Llosa se hizo español luego de asomar las narices a un 1990 electoral en el que Fujimori le asestó una derrota. La literatura es fuego, decía. Ya no lo dice.

Y sus ojos de papel periódico me hieren. Leo y releo, pero por alguna razón, he dejado de comprender. Todo me suena hueco. Todo me lastima. Vargas Llosa dice que algo le obsesiona. Que le enloquece la palabra justa. Por eso reescribe y reescribe. Al menos eso dice. Y él, que decía ser un pasajero de lo permanente, dejó el mechero en casa. Ya no habla de fuego. La periodista intenta lucirse. Suelta su pregunta final: ¿Cuándo se acaba una historia? El escritor sigue, con su eructo, con su indigestión, con sus canas y su Casa Verde. "Cuando llego a la convicción de que, si no termino la historia, ella acaba conmigo".

Si la historia acabara con él, sería otra Guerra del fin del mundo. ¿Capitulamos? Vuelvo a Gallegos. Jurungo mi historia. Pienso, mientras leo, en las pantuflas de Gallegos la noche del golpe de Estado. Salgo a la calle Goya, recorro los periódicos en los quioscos como quien se busca en una lista de admitidos en la que no aparece. Me miro en las vitrinas. Mi corazón se vuelve inflamable. Algo me advierte que viene una llama. Algo me recorre los zapatos. Algo abrasa mis ojos y los suyos de papel periódico. Miro la calle. Me pregunto cuándo he de volver. Deletreo mi propio incendio. Recorro lo que puedo. Pero La Casa Verde se ha quemado. La historia también.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Ven a casa





Como en Comala, todos estábamos muertos. Aún así, muertos y todo, hacíamos las mismas cosas de siempre. Bebíamos Coca Cola en vasos vacíos; entrábamos y salíamos de las casas sin paredes; veíamos la pantalla oscura de una televisión desconectada; comenzamos a usar caminos de tierra, porque los de asfalto ya no servían; escuchábamos lo mismo, porque ya no éramos capaces de distinguir un sonido de un silencio. Había quienes incluso seguían yendo a trabajar a oficinas que habían cerrado sus puertas. Nunca nos preguntamos de dónde venía la prensa que leíamos y dejamos de preguntarnos por la que dejó de circular.

Lo único que éramos capaces de notar era el calor. Cada vez hacía más, y más. Algunas veces –me cuentan ya- unos hombres tocan a la puerta de las casas para cambiar las bombillas blancas por unas azules. No sé qué tendrán esas bombillas; a lo mejor azules son quienes las instalan. Hubo quienes al escuchar su acento de las antillas, les dieron un portazo. Otros fueron amables, pero se negaron. Al menos eso es lo que me llega por los correos electrónicos que recibo, día tras día.

Dice Juan Villoro, en su libro El Testigo, que el sobreviviente queda para dar cuenta de los restos. Y quienes me hablan, dicen cosas terribles. Lo hacen para que no vuelva. Para que desista de la sola idea de regresar. Todos han dejado de esperar algo. Lo que queda por hacer cabe en dos maletas, eso cuentan. Desde que me fui, aumentó el tráfico y el calor. Hay una estrella de más en la bandera y un canal menos de televisión. Ese día, el día del cierre de la estación, recibí un link con un video. En él, todos los artistas, locutores, presentadores y actores cantaban el himno, luego la pantalla se disolvía en negro. Era como una propaganda de navidad echada a perder.

La última vez que estuve en la ciudad, había ranas y saltamontes de colores sobre el río Guaire. Luces, papel celofán, papel de aluminio. La cloaca se convirtió en atracción. El mayor vertedero de desechos de la ciudad se hizo punto de reunión. Padres, hijos, familias enteras aparcando automóviles a lado y lado de la autopista, brindando y sonriendo. Fotografiándose. Celebrando. Toda aquella mierda iluminada me dio temor. Y eso que aún no era de noche.

Hace poco pregunté por los conocidos. Tres se marchaban, dos estaban en proceso y cuatro se lo pensaban. Gustavo cambió de partido, desde ese entonces le iba mejor. Miguel había dejado el periódico, Juan Carlos la radio. Henry y Lázaro seguían presos. Jorge seguía muerto y su asesino se convirtió en parlamentario. Luego pregunté por los desconocidos. El Gobernador había dejado la política y aprendía a usar Photoshop. El alcalde había sido inhabilitado. El Gobierno seguía igual. Crecía y crecía. Los ministros seguían siendo los mismos pero diferentes. El presidente tenía ya nueve años de gobierno seguidos y escuché que pensaba en extender la duración del mandato. Las noticias iban y venían, anegándose en mi puerta como una pila de recibos viejos. Y yo sentía que seguía muriéndome, como si Comala existiese.

Si regresaba, ¿me quedaría? ¿me quedaría entre los vivos? Quizás nunca entendí que incluso antes de irme, cargaba encima las costumbres de un muerto que no sabe aún cómo vivir fuera de la isla doméstica de su césped. Entonces me di la vuelta en Alcalá y crucé directo a Gran Vía. Miré las flores que plantan por primavera. Estiré los dedos. Me di la vuelta. Volví a casa. Como todos los días, torpedee mis propios pasos. Sentada en mi sillón miro la televisión apagada. Aún sigo pensando en Caracas.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Esa Zarzuela de Churros con chocolate




El otoño no ha llegado aún al Café El Comercial. Un termómetro marca 18 grados a las siete menos cuarto de una tarde con lluvia. Cinco hombres sentados en una mesa recuerdan. Al fondo, un golpe de fichas difumina sus voces y su enfisema. Hablan unos por encima de otros, y aunque todos están de acuerdo, algo parece desordenar su plática. Por eso gritan; o al menos eso parece.

Zapatero les encabrona; y mucho. Más que el presidente de Gobierno, su vocación por recordar la Guerra Civil los enfurece aún más. Les incomoda que todos se sientan autorizados a recordar, porque –aunque parezca- la memoria no es un privilegio al que todos puedan acceder. Los cinco hombres piden churros, también chocolate. Remueven sus tazones, mordisquean una porra. Ejercen su jubilación impunemente, con gusto. Defienden, si no la desmemoria, al menos sí el derecho al recuerdo que unos detentan por encima de otros. Y parecen preferir el olvido, como quien escoge una almohada para recostarse. “Cuando se nos escarba, sacamos lo nuestro”, dice uno.

El actual ejército les parece una vergüenza, una pandilla de niñas. Si hubiesen visto el ejército del Generalísimo. Eso sí era un poder militar, refunfuñan con su humor de pantuflas. Un mesonero trae otra taza espesa y humeante. El mayor de la mesa subraya su derecho de palabra, desdeña al resto por considerarles sólo los testigos. Generalísimo sí, pero tampoco tanto. Su condición de actor le autoriza a interrumpir la gallera decrépita: “Os voy a contar algo. El campo de tiro nuestro se llamaba Matabueyes, allí llegaban los tanques de Segovia. No había ninguna coordinación, el único que sabía qué hacer era el cura. No teníamos ni agua para afeitarnos”.

Para no quedarse atrás, alguien toma el testigo, exagera el tono de voz. “En el desfile de la victoria caminaron doscientos mil hombres. Comenzó a las nueve y terminó a las ocho de la tarde. Hubo gente –lo repite tres veces para abrirse paso y evitar ser interrumpido-. Te digo que hubo gente que marchaba codo con codo para poder entrar, completo hasta el Palacio Real”, pierdo sintonía, un sonido de copas deshilacha las frases. Alzo la vista. La glorieta de Bilbao ha oscurecido. Luces de coches encienden y apagan la tarde. Regreso sobre las páginas de una novela que me aburre, lo hago sólo por llenar el tiempo. Mi café no llega, me impaciento. Enciendo otro cigarro. Y de pronto vuelven las voces. “Ese soldado de infantería analfabeta ya no existe, porque Franco los educó”. Y algo en sus voces parece decir: Cuidado con lo que recuerdas.

Hay una paz que sólo incumbe a la gente muerta. Los sobrevivientes administran el privilegio que pierden los difuntos. Ahora alguien recuerda por ellos, ordena el tiempo según le parece y distribuye la historia como peones alrededor de una partida de ajedrez. La historia pasada es útil. Caduca como está, siempre será posible echar mano de sus facturas. Diestros y siniestros se acomodan para sorber su chocolate. Saborean el otoño como un tiempo pasado, algo que almacenan en sus vidas como si de una despensa histórica se tratara. El problema no es lo que se recuerda, sino la autoridad de quien lo hace. Los motivos están de más. Siempre que haya churros habrá democracia, aunque ya no lo noten. Aunque su taza civil se enfríe, ya no notarán la diferencia. Alguien vendrá a reponerla. En el Café El Comercial las fichas han dejado de sonar, las voces de los cinco hombres también. Y sin embargo, recuerdan.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Unos pocos feligreses



Seis seminaristas juegan fútbol. Vistos en conjunto, parecen árboles. Sus sotanas reverberan, se comportan como enormes manchones oscuros en la placa del mediodía. La expresión de sus rostros es imprecisa y borra sus edades. Se detienen alrededor de ese balón congelado que está a punto de atravesar la portería del Seminario Conciliar de Madrid. Un joven ministro del señor convertido en portero trata de detenerlo. Se estira en el aire. Permanece suspendido, como un milagro extravagante.Su salto habla un idioma. Hay entrega en su actitud, una verdadera acrobacia. Aunque aparentemente menudo, este portero venido de una familia de labradores de Luzón, en Guadalajara, es el penúltimo hijo de una prole de diez hermanos. Sabía arar y esquilar ovejas, pero eso no era suficiente para comer, por eso su padre le insinuó irse de cura. Otros en su pueblo asumieron el mismo destino. Y de diez que fueron, sólo él se ordenó sacerdote. El Señor y los garbanzos despertaban la vocación hasta en las raíces de los árboles. En el extremo de la cancha, otro seminarista camina resignado hacia la izquierda. Justo a su lado, el cura goleador observa de pie la trayectoria de su disparo. Todos miran el cielo, no por beatos, sino porque algo parece haberles pillado desprevenidos.1959. Es el momento de un disparo. Click. Franco había inaugurado El Valle de los Caídos. La democracia cumplía un año en Venezuela; la revolución cubana celebraba sus barbas en remojo y el catalán Ramón Masats tomaba para sí la instantánea de seis sacerdotes que juegan al fútbol. Colocada en un periódico de 2007, la fotografía devuelve la imagen de la historia como un pelotazo: España tiene menos hambre y más fútbol; Venezuela más petróleo y menos democracia. Pero a la revolución cubana le siguen creciendo barbas y vecinos. El Real Madrid arranca quejidos entre sus hinchas. El estado español no debe pagar un precio político a ETA, dice la prensa. Justo a su lado, le sigue: el Barcelona se convierte en el único equipo que no empata en la liga. Y en el intercambio de titulares, cada bar es un parlamento, un convento al aire libre, un rumor de país extraño en el que sus feligreses escurren sus conflictos en las mallas de una cancha, ese otro milagro extravagante. Miro la foto de nuevo. El cura imposible pierde peso en el aire, mi fe también.