He leído una entrevista de Vargas Llosa en El País. Aparece platinado y perfecto, retratado en una foto de perfil. Está riendo, aunque se tapa la boca como si interrumpiese un eructo. Dejo de mirarle, comienzo a leer. La periodista escribe de más, cuenta cosas que no me interesan. Habla del silencio reverencial de la sala de la Fundación Juan March; habla del famoso escritor; habla de las cuatrocientas personas convocadas que escuchan embelesadas al peruano. La periodista dice cosas que ya supongo. Que ya sé.
Vargas Llosa habla de la inspiración; del método Cortázar; de La Guerra del fín del mundo. Habla. Y lo hace frente a 400 personas. Escribe la periodista, otra vez. Mario Vargas Llosa describe cuánto y cómo se documenta. Enumera sus métodos. Desprestigia la inspiración. El escritor luce reposado. Ya no dice, como a sus veintitantos, que la literatura es fuego. Ya no habla de su brasa política. Ha olvidado a los escritores-presidentes. Se apoltrona en sus canas. Me mira de lejos con sus ojos viejos de papel de periódico. Ya no es el flacuchento autor de La Casa Verde que posa al lado de un arruinado y calvo Rómulo Gallegos. Ya Doña Bárbara no le cuida las espaldas.
Por alguna razón, a Vargas Llosa le da por recordar el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Lo menciona, de pasada. Algo se echa a andar, algo retrocede en mis ojos y los suyos. Busco en Google una foto vieja. La encuentro. El maestro Gallegos, civilizador y decrépito, se retrata a su lado. La leyenda dice: “Foto del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. La Justa novelística dirimida por primera vez el 2 de agosto de 1967, fue creada en Venezuela el 1° de agosto de 1964 por decreto N° 83 del entonces Presidente de la República, Raúl Leoni, con la finalidad de perpetuar y honrar la obra del eminente novelista y estimular la actividad creadora de los escritores de habla castellana”. Vuelvo a la entrevista de El País, al eructo contenido en los labios del escritor. Hay una indigestión en su gesto.
En ese entonces, el premio metálico, además de medalla de oro y diploma, era de cien mil bolívares. Había trece jurados distribuidos entre todos los países de habla hispana, quienes remitían su veredicto a un jurado internacional constituido por Andrés Iduarte (México), Benjamín Carrión (Ecuador), Fermín Estrella Gutiérrez (Argentina), Juan Oropesa (Venezuela) y Arturo Torres Rioseco (Chile). El Jurado Nacional, en el cual figuraban Fernando Paz Castillo, Pbro. Pedro Pablo Barnola S.J. y Pedro Díaz Seijas, recomendó La Casa Verde del peruano Mario Vargas Llosa. Leoni había hecho la primea entrega del Prmeio, en 1964. Las próximas la presidiría Rafael Caldera, el social demócrata. Coincidió que la entrega del Premio la presidió ese año Simón Alberto Consalvi y fue realizada con la presencia del Maestro, de Don Rómulo Gallegos, quien posa, derrocado y moribundo. Menos civilizador y pedagogo que nunca. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Ignora mis recuerdos.
Ella no lo escribe. Vargas Llosa no lo comenta. El escritor prefiere hablar de otras cosas. Nada queda en sus palabras del novelista de antaño, de ese menesteroso tirapiedras. Todos en su década quisieron ser eso. Todos. Tirapiedras a lo Seix Barral. Boom, ¿verdad? Boom.
En su discurso, durante la entrega del Premio, en 1967, leyó el entonces joven y aún dientón peruano: “El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia, y a sus convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anónimo que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal”. Y él, sus palabras y su corbata se afirman en una foto deslucida.
El joven novelista insistió esa noche: “Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza”. ¿Quién nos recordaría lo que nos esperaba? ¿Ellos?
Imagino a Gallegos escuchándole. Le imagino deletrear en su mente las palabras que lee el ganador. Insurrección, ese sustantivo entonces militar, debió sonarle agria a todos. Gallegos, el novelista derrocado en 1948 por una Junta Militar, debió babear de olvido escuchándole. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Lo ignora. Vargas Llosa también. Ignora incluso el parentesco que esa foto pudo tener: dos pedagogos, uno maltrecho y otro por malherir. No en vano Vargas Llosa se hizo español luego de asomar las narices a un 1990 electoral en el que Fujimori le asestó una derrota. La literatura es fuego, decía. Ya no lo dice.
Y sus ojos de papel periódico me hieren. Leo y releo, pero por alguna razón, he dejado de comprender. Todo me suena hueco. Todo me lastima. Vargas Llosa dice que algo le obsesiona. Que le enloquece la palabra justa. Por eso reescribe y reescribe. Al menos eso dice. Y él, que decía ser un pasajero de lo permanente, dejó el mechero en casa. Ya no habla de fuego. La periodista intenta lucirse. Suelta su pregunta final: ¿Cuándo se acaba una historia? El escritor sigue, con su eructo, con su indigestión, con sus canas y su Casa Verde. "Cuando llego a la convicción de que, si no termino la historia, ella acaba conmigo".
Si la historia acabara con él, sería otra Guerra del fin del mundo. ¿Capitulamos? Vuelvo a Gallegos. Jurungo mi historia. Pienso, mientras leo, en las pantuflas de Gallegos la noche del golpe de Estado. Salgo a la calle Goya, recorro los periódicos en los quioscos como quien se busca en una lista de admitidos en la que no aparece. Me miro en las vitrinas. Mi corazón se vuelve inflamable. Algo me advierte que viene una llama. Algo me recorre los zapatos. Algo abrasa mis ojos y los suyos de papel periódico. Miro la calle. Me pregunto cuándo he de volver. Deletreo mi propio incendio. Recorro lo que puedo. Pero La Casa Verde se ha quemado. La historia también.