viernes, 20 de diciembre de 2013

Una bicicleta, una escopeta y una gorra tricolor

-->

"Vosotros lo tenéis todo, yo sólo tengo una escopeta"
Rafael Chirbes. En la orilla.

Suelo venir todos los días, por la misma razón. El vaso de café es más grande que en el resto de las cafeterías de la zona. Y eso me gusta. Las primeras veces la pasaba muy mal. En la barra solía sentarse –como ahora- un grupo de jubilados mañaneros,  una tropa de madrugadores abuelos que dejaban pasar el telediario con bocados lentos a un churro mojado en coñac. Al comienzo, sus chistes me molestaban. Irrumpían en mi despertar con un graznido de pantuflas que con el tiempo he aprendido a querer.
Pero hoy, justamente hoy, he recibido la mala noticia. Harto de las astillas, el dueño del bar ha tirado a la basura los grandes vasos de grueso cristal, los mismos que me han aficionado al lento desayuno de las ocho en el número 67 de la calle Atocha. No están. Han desaparecido. Al menos eso me ha explicado el camarero cuando le he reclamado por el repentino y minúsculo café que me sirve en un triste vaso de caña. Con resignación bebo una mierda de café que dejaría a medias de no ser porque comienzo a necesitar más el ambiente del bar que la cafeína de la mañana.
Remuevo el bebedizo con desgana, esperando a que la espiral que forma la cuchara disuelva las diez pastillas de sacarina con las que enveneno mi café. Tardan en desaparecer. Son resistentes las muy jodidas. Las inspecciono. Permanecen todavía visibles en el café negruzco que Antonio, un camarero más portugués que gallego, me sirve con su castellano ininteligible y sus raros chistes. “Hoy menos leche, porque la vaca está de vacaciones”. Nunca le digo nada, como tampoco digo a los abuelos que se carcajean, felices o no, de su madrugador aburrimiento. En el fondo les quiero. Y no sé por qué. Antonio hace lo que siempre. Sirve el café y exclama: "Opa-ya".
Hoy, además del café diminuto, algo más trastoca la rutina: estoy de vacaciones. A diferencia de otros días, dispongo de un tiempo bobo, ese que sirve para ver cómo una china engulle porras a la vez que vacía con enjundia sus fosas nasales con el dedo índice que le queda libre; con el medio y pulgar sostiene su grasienta columna de harina y azúcar, con el índice se dedica a hurgar. La imagen me da asco y me entretiene. Las dos cosas juntas no pegan pero forman parte del paisaje. Además,  hoy tengo tiempo, de sobra.
Cuando he comprobado que la sacarina está disuelta, una voz captura mi atención. Un jubilado, que podría ser ese o cualquiera de los diez que acuden todos los días -¿serán intercambiables?-, habla con el camarero. Lo hace a gritos. No sé por qué, habla del pasado –casi siempre lo hacen, pero esta vez es diferente-. Cuenta una historia de hace muchos años que no es suya. Será la de algún primo o un hermano, alguien del pueblo –no dice cuál-, un lugar que me parece a mí tan remoto como ahora le parecerá a él. Como tengo tiempo, afino el oído.
-Imagínate cómo sería entonces salir de España- dice el abuelo.

-Ya… -dice Antonio, el camarero, mientras pule uno de los nuevos y miserables vasos.

-Yenus –no sé a quién se refiere, ni siquiera sé si se escribe así- tuvo que vender su bicicleta y la escopeta.

-¿Para pagarse el viaje? –le responde Antonio.

-No, ¡para hacerse el pasaporte!
Algo muy dentro me dice: pregunta, pregunta. Pero el cabreo por los vasos de caña me espanta la vocación. Además, estoy de vacaciones. Bebo, con sorbos pesados y malhumorados. El abuelo no dice nada más. Otro, quizás mayor que él, habla de su familia. La que se marchó a Argentina. Saco el euro treinta del bolsillo y lo dejo en la barra. Doy las gracias y me marcho.
Camino por la calle Atocha, todavía con la idea de la bicicleta y la escopeta, rara combinación de un equipaje precario. Hago lo que todos los días: dejo un cigarrillo en la mano gruesa de una mujer gorda y estropeada que pide en las puertas de la iglesia de San Sebastián, cruzo en dirección de la Plaza del Ángel, esquivo vidrios rotos, respiro el aire frío de una ciudad que nunca llegaré a reconocer como propia y que amo justo por eso. Avanzo hacia la plaza Jacinto Benavente, la del barrendero de hierro, la misma donde aparcan el 32, el 6 y el 26. Esquivo a los alemanes borrachos y miro directo a los ojos a una morena prostituta que acumula años y maquillaje en los párpados.
Busco un regalo para mi sobrino. También otro para mi hermana y uno para mi hermano. Mientras bajo por la calle Carretas, me repito: una bicicleta y una escopeta. ¿Para pagar el viaje? No, el pasaporte. Una chica sin piernas me pide dinero. Una mujer ciega me pide una ayuda. Una chica de gafas me da un empujón, otra con los ojos pintados me pisa los talones. Estoy de vacaciones, me repito, mientras paladeo la bilis dulce que tienen las calles del centro al amanecer: charcos de vómito, restos de vidrio, remolinos de ropa abandonada.
Llego a Sol. Me distraigo con el calor que desprende la luz de las diez. Me dejo llevar. Estoy de vacaciones, repito, como si me sacudiera una rara culpa de encima.  Saco un cigarrillo, lo enciendo. Levanto la mirada. Un hombre con gorra tricolor, como la que usan Henrique Capriles y Nicolás Maduro, fuma junto a otros que llevan chaleco reflectante. Ellos dicen comprar oro; el de la gorra tricolor solo lleva colgada de una cinta una pequeña cartulina inscrita con una palabra, una sola: Cadivi.
Su negocio, acaso más discreto que el de los hombres que trabajan para la decenas de casas de empeño de la zona, consiste en pasar una tarjeta a aquellos turistas venezolanos que lo soliciten. Ellos piden mil. Él les da 900. Los cien quedan como comisión. Vender vergüenza a cambio de fe. Las pocas monedas que autoriza el gobierno venezolano, rematadas en un zoco a los incautos que quieran –o intenten- esquivar una norma que no les permite usar lo que les pertenece.
Paso de largo, subo por la calle Preciados. Entro en la tienda del Real Madrid. Busco algo para mi hermano. Un almanaque, un souvenir, algún objeto que le haga feliz y que no me vacíe el bolsillo. No me planteo una camiseta. Le he regalado miles. Hago la cola, paciente. No hay un solo español en la fila de clientes. Una mujer embutida en unos jeans blancos se demora. Pide, por favor, que inscriban la camiseta con el nombre de su sobrino: Lenin Alexander. El encargado le explica. Cada letra supone un recargo. Ella hace cuentas. Bale le sale más barato; y no lo duda. “Sí, sí… ponga eso, Bale”. Lleva tres camisetas. Acaso unos 300 euros en tela blanca fabricada por Adidas que harán más rico a Florentino Pérez y  que al cambio negro supondrán como tres salarios mínimos cada una. ¿Le compensa? Sí, supongo. Le compensa.
Viene a mi mente la bicicleta, la escopeta, la gorra tricolor. Podría, si quisiera, marcharme. Pero no lo hago. El modesto calendario que llevo, y acaso la fragancia oficial del Real Madrid, harán feliz a mi hermano, que necesita poco para sonreír. Al fin llega mi turno, pago. A mi lado, la mujer de pechos hinchados y culo prieto espera sus camisetas. Yo sólo quiero una bolsa más grande, más bonita, para que mi regalo parezca decente. Salgo a la calle. Miro el sol. Me entretengo con el bienestar que produce la luz. Camino, fumando sin ganas, hacia Sol. El hombre de la gorra tricolor sigue allí. Me pica la curiosidad, y acaso la bicicleta y la escopeta.
Pero no. Hoy no. Estoy de vacaciones. En dos días vuelo a mi ciudad. Puede esperar. Sí, puede –creo- esperar. Bicicleta. Escopeta. Me repito mientras camino, de vuelta, a casa. ¿Compensa? No lo sé. Simplemente… no lo sé.