Su entrada es nupcial: lenta, tardía y ceremoniosa. Avanza
por el medio del pasillo de la Sala Ramón Gómez de la Serna del Círculo de
Bellas Artes de Madrid, donde ha convocado a la prensa, a las seis en punto de
la tarde. Lleva una mano en un bolsillo, la otra permanece a la vista. Viste una americana azul en cuyo
ojal lleva prendido, como siempre, ese raro y diminuto camafeo de esmalte; le acompaña una levísima sonrisa en el
rostro. Para no gustarle las ruedas de
prensa, Javier Marías luce en verdad bastante cómodo.
Ha sido Premio Nacional de Narrativa por unas horas. Lo que
ha tardado el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes español en
concedérselo y él en rechazarlo. Es una
cuestión de coherencia, dice él mientras lee un escueto comunicado de cuatro
párrafos fechado el 25 de octubre de 2012. No aceptará nada que venga de una
institución del Estado, llámese invitación, premio, reconocimiento, puesto, o
lo que sea; dice. El último reconocimiento de ese tipo que aceptó fue en tiempos
de Adolfo Suárez, en 1979, con el Nacional de Traducción. Tuvo otro, en 1998,
que le otorgó la Comunidad de Madrid, pero no lo trae a cuento.
La decisión de evitar al Estado, dice, la tiene tomada desde
hace tiempo. Año 1998, cuando resolvió mantenerse alejado de esas disputas que
generan los salones del libro y los reconocimientos literarios. Todo esto lo
explica sentado sobre una tarima desde donde nos mira, a todos, por encima de
nuestra altura real. Nosotros estamos al ras del suelo, él se eleva algo así
como medio metro. Y así nos habla, como si ese medio metro le viniera dado.
De habérselo dado, también habría rechazado el Cervantes,
dice. Quizás han sido los premios internacionales, entre ellos el premio Austríaco
de Literatura Europea o el Rómulo Gallegos, los que lo han hecho sentir menos
ansioso por los premios españoles, explica. Pero no se trata de eso. En este
país, donde existe la manía de “tergiversarlo todo políticamente”, esto será
visto como un desplante. De eso está
seguro y entonces apoya su dedo medio e índice en su sien. Alguien pregunta
algo. Marías arruga el gesto. No escucha. Las palabras del periodista no se
elevan lo suficiente para llegar al medio metro de altura de más que lo separa
de la sala.
Los reporteros insisten sobre si es éste un mensaje para el
gobierno de los populares, a quienes ya ha comparado anteriormente con el
franquismo, por la magnitud de sus recortes en los presupuestos de sanidad,
educación y cultura. Después de aclarar que también lo habría hecho de haber
gobernado el PSOE, Marías se despacha a gusto. “El dinero que no me van a dar
ya podrían dárselo a las bibliotecas, que este año tienen un presupuesto de
cero euros”.
Transcurrida una hora
de preguntas y disparos de cámaras fotográficas, la conferencia de prensa se
vuelve circular. Marías repite a Marías. Y su frente, como la de una actriz
cansada, brilla de sofoco y cierta extenuación. Un pañuelo, por favor. El
novelista pregunta si existe alguna otra duda más. La verdad es que, si quedan,
el micrófono ha dejado de circular hace rato en la sala. El escritor se pone de
pie. Un último enjambre de reporteros gráficos se abalanza sobre la tarima. Él
vuelve a sonreír, aunque nunca ha dejado de hacerlo del todo, y baja al suelo
de mármol, sobre el que sigue caminando, todavía, con su medio metro de más pegado a la suela de los zapatos.