Me daba a mí por imaginar cosas, por buscar palabras y
anotarlas en libretas, por pensar que era posible contar historias como en
verdad ocurrían. Me tomaban por sorpresa los ancianos con acordeones, las
estaciones de metro de Argüelles y Moncloa , los autobuses bajo la lluvia, las
calles inundadas por paraguas y las farolas sin sueño del paseo pintor Rosales
a las dos de la mañana. Entonces siempre
llovía y yo siempre pensaba en volver.
Pensaba que las cosas eran rápidas y sencillas y que las
historias se escribían solas. Que ellas nos escogían para contarlas y no que
había que cogerlas, fuertemente, como se hace con las palabras cuando se
desbocan. No entendía yo que lidiaba con caballos a dos patas. Ignoraba cuán
fuerte había que tirar de las riendas para que cada párrafo no echara a correr
cuesta abajo. No sabía yo que esta vida
era una doma.
Cuando llegué
aquí tenía mucho menos claro el sonido
de las multitudes y el valor que van cobrando los días cuando se juntan, unos
junto a otros, año tras año, como un conjunto invisible de verdades que se
revelan, amarillas, sobre las paredes. No entendía el valor de una habitación
con ventanas, cuán importante es una noche continua de sueño o el abrazo
recuperado de a quienes en verdad echas de menos.
Aprendí a perder. A darme cuenta de que perdía lo aprendería
mucho después. Perdí la costumbre de las libretas y dejaron de sorprenderme losancianos con acordeones. Todavía me impresionan los aviones y los autobuses
bajo la lluvia. He perdido la costumbre de salir a caminar bajo la noche y
también la idea de que las historias se cuentan solas.
Cuando llegué aquí, hace seis años, no pensé que quien se
marchaba de un lugar lo hacía de esta forma, tan como si no ocurriera. Porque
comienzan a llegar los días en que los regresos se parecen cada vez más a las
visitas. Y cuando menos lo esperas, descubres que has estado marchándote demasiado
tiempo.
Me bajé de un avión en la Terminal 4 de Barajas, hace seis
años. Era un trece de octubre. Llevaba entonces, creo, dos maletas llenas de
ropa que no abrigaba. Y entonces creía que iba a algún sitio. Pensaba cosas
definitivas que debían cumplirse en plazos más o menos perentorios. Pero los días, como los
equipajes, se extravían. Y cambian los viajeros de sitio como los aeropuertos
de año. En mi país siguen gobernando los mismos –ya no sé si les odio o si sólo
les he dejado quedarse con todo-, en mis libretas ya no manda nadie.
Aún extraño a los mismos que eché de menos ese día, y el
siguiente a ése, y a ése y a ése. Todavía lloro cuando llueve y, aunque creé
estas crónicas –los barbitúricos ciudadanos las llamé, a los pocos días de
llegar- aún no me queda claro cómo ni cuándo voy a encontrar valor para contar
esta historia como en verdad ocurrió.