Hoy ha venido a clase un escritor y periodista. Dicho así, primero llega el escritor, poco después el reportero. Van los dos de la mano, hasta el momento de las presentaciones. “Hola, yo era reportero, pero me reformé” parece que aclaran sus ojitos risueños. Así bate las pestañas cuando alguien le presenta como el gran novelista que dicen que es.
Un viaje a Sarajevo le sirvió para tener tema, al fin, uno bueno. “Me di cuenta que una guerra no sólo mata los cuerpos, sino todo lo que hay de civilizado en nosotros”, dice como si la frase acabara de ocurrírsele -¡qué genialidad!-. Le gusta escucharse, creo. Sobre Sarajevo escribió un libro de reportajes, que editó en una edición pequeña. Así que para sentirse completo, escribió una novela, con ENE mayúscula, de esas en las que se pone cara de escritor.
Que le debe todo al periodismo, dice. Y venga a hablar de mujeres hambrientas, catedrales de huesos y demás infiernos que sus ojitos misericordiosos devolverían a los lectores en verdaderas sagas de amor y más amor. No creo una palabra de lo que dice, así como no creo una palabra de lo que leo. La fe se me escurre como una colonia lo hace de su frasco.
Trato de concentrarme, escucho al Norman Mailer, el Chatwin ibérico, y me callo. Que por eso se dedica a vivir de los libros de viaje, dice, porque en ellos puede “ser periodista y escritor”. Y yo me pregunto, en mi sillita de oficina, ¿no es acaso lo mismo? Igual podría decir que tiene la fortuna de ser hombre y varón. Y por más que intenta ser democrático, algo en sus distinciones pone a uno, el escritor, por encima del otro, el periodista, pero siempre –ambos- por encima del bien y el mal.
Que es feliz, dice este Truman Capote a lo chulapo. Es escritor, repite (¿cuarta vez que lo dice?). No sé si lo menciona para que nos lo creamos nosotros o él. Cada cosa que dice astilla, taladra, me cansa y nos cansa. Vuelve atrás, se cuenta a sí mismo cual joven Hem en su fiesta parisina. Ahí está, encantado, repitiendo la sintomatología del trastorno literario. YO, héroe, escribo para salvar al mundo de no saber lo que pasó en Bosnia, pareced decir en cada frase.
Y no les creo, me digo. No les creo. Aunque a veces preferiría volver a hacerlo.
jueves, 29 de enero de 2009
jueves, 22 de enero de 2009
01.00 AM
John Reed ha dejado todo atrás: su país, su mujer, incluso el periodismo. Ha escrito Diez días que estremecieron al mundo, donde narra su experiencia como testigo de la Revolución Bolchevique que le eclipsó a él y al resto de su generación. Dirigida y protagonizada por Warren Beatty una década antes de la caída del Muro, Rojos (1981) se recrea en la vida de John Reed, y su libro, para mostrar un amarga, ¿e inocentona?, estampa biográfica.
Metido de lleno en el Comité de Propaganda del Partido Comunista Ruso, en Petrogrado, John Reed, lejos de su mujer , la periodista Louise Bryant, y de sí mismo, se ha convertido en un hombre al servicio a la revolución, o su propia versión de ella. Reed se ha ido, echando portazos de ego como delegado del Partido Comunista Obrero de América, que se disputa la pureza ideológica con el propio partido Comunista y el Partido Comunista de América, otra esguince política.
Una escena, la más amarga, da sentido a toda la película: Emma Goldman, fervorosa activista comunista, discute con Reed. La revolución bolchevique, dice ella, no es más que una vulgar y autoritaria escaramuza. Reed, le responde: “¿Y cómo creías que iba a ser? Todo proceso de transformación es cruento. No está ocurriendo como nosotros pensábamos, pero está ocurriendo y si abandonamos ahora, ¿qué sentido tendrán nuestras vidas?”. En esa frase algo se hace añicos.
Prevalece en Rojos el retrato prolijo de Revolución Bolchevique como el crisol que significó once upon a time para determinadas clases progresistas: un prisma de sueño, fracaso e ideología; el límite, siempre opuesto, entre acción y razón o incluso, el desbordamiento de la una sobre la otra. Ese frágil artefacto, al que Reed y Bryant se entregan, es el argumento más claro de la película, incluso por encima del componente biográfico.
Prevalece en Rojos el retrato prolijo de Revolución Bolchevique como el crisol que significó once upon a time para determinadas clases progresistas: un prisma de sueño, fracaso e ideología; el límite, siempre opuesto, entre acción y razón o incluso, el desbordamiento de la una sobre la otra. Ese frágil artefacto, al que Reed y Bryant se entregan, es el argumento más claro de la película, incluso por encima del componente biográfico.
En Rojos, lo ideológico es también el más cursi, común y bienintencionado de todos los tópicos. Lo es, claro que lo es. Y sin embargo me da por pensarlo. ¿Y a qué viene tanta familiaridad? Lo sospechoso, quizás, esté en el presente, en la familiaridad y ligereza de la palabra. Revolución, revolucionarios, revolucionarias… Reed, una vida, sentimental e intelectual, aparcada a favor, otra vez la palabra, de la Revolución: algo, ¡oh, gran detalle!, que no ocurrió como ellos pensaron. Reed no fue el primero ni el último, lamentablemente. Y sin embargo, me da por pensarlo.
De revolucionarios y otros pantanos. La revolución y su franquicia: algo en cuyo nombre se agrian los días y enmohecen las alfombras. Algo que ya está viejo, de tanto volver a empezar. Acaba la cinta. Apago las luces. Me voy a la cama. Es tarde. Siempre es demasiado tarde.
miércoles, 14 de enero de 2009
El circo vive en otra parte
"El Presidente vive gozando en su palacio,come más que todos los nacionales juntosy engorda menospor ser elegante y traidor.Sus muelas están en perfectas condiciones;no obstante, una úlcerale come la parte bondadosa delcorazóny por eso sonríe cuando duerme"
Caupolicán Ovalles. ¿Duerme usted señor presidente? (1962)
No basta el pan; en el circo, alguien, necesariamente, debe morir. Que portavoces del gobierno, periodistas y demás miembros del círculo político de Hugo Chávez se hicieran con un Kufiyya fue la primera lluvia de pan sobre las invisibles gradas del circo. Un circo que vive en otra parte. Pret-á-porter ideológico. A pintarse la boca todos.
En Caracas, una ciudad donde ya ni siquiera se llevan estadísticas de los asesinados por el hampa, ¿quién sale ahora con una tierna banderita blanca? El gobierno. Los delincuentes también salen, sí, pero a hacer su propia guerra. Aunque esa, hace mucho tiempo, que no compete a nadie. Chávez se crece, se indigna, se echa a morir y condena al impío. La audiencia, es decir el resto del mundo, le aplaude.
Al más puro safari zapatista, ensoñación guevarista, indigestión libertaria o atracón ideológico tropical, el presidente venezolano ha dado un paso adelante. No basta el pan. El marketing del circo, hemos dicho, ha de ser sangriento. Y lo consiguió. Expulsó al embajador de Israel en Venezuela –vade retro-. Él, el hombre de las causas justas, repudia a los terribles que mataron a Jesucristo. ¿Es que nunca lo notaron, acaso?
La expulsión del cuerpo diplomático israelí le valió a Hugo Chávez titulares mundiales y un precioso ramillete que el extremista islámico Hezbolá, Hassan Nasralá, colgó en los ropajes del comandante criollo. Querido Hugo, dos puntos. La prensa ignora un detalle. Con el ramillete, Nasralá mandó una notita: “Hugo, no uses esos chalecos antibalas que te hacen ver tan gordo; mejor usa un niño o una mujer, preferiblemente gorda”.
En el mundo europeo, los analistas discuten civilizadamente; o eso pretenden. Israel se equivoca, dicen unos. Otros aderezan: fortalece a Hamás, en quien pocos creían. Y así van, deshojando inteligencia. Pero como se puso de moda ser de izquierdas a lo bestia, porque queda bien después de todo, se fomentó la creencia de que ser anti Guerra de Irak era una patente para levantar cualquier bandera emparentada entre creyentes, algo así como Bush malo, Chávez bueno, Fidel héroe… ¿Palestino malo o bueno? Bush no querer palestino, yo no querer israelí. Dos más dos son … ¡Hamás!
Impuntual en mi propio país de nievecita y grados negativos, el circo me tomó por sorpresa cuando vi cómo en Amman, Jordania, un grupo de mujeres llevara una fotografía de Chávez; o cuando me fijé que varios niños en la localidad de Maasara, en Cisjordania, levantaran, así como si nada, otra foto de Chávez, esta vez vestido de militar, y fue peor cuando vi a un grupo de estudiantes en el Líbano sostener mi bandera por una causa que, quizás, sólo sirva para cebar a los leones. El circo, claro. El circo. ¿A quién habrá que comerse la próxima vez?
Y mientras el presidente Hugo Chávez se relame sus manitos rechonchas, la gente le aplaude, le sigue, le llama héroe y hasta bautizan con su nombre las calles en Bireh, al norte del Líbano. ¿Iba a llegar tan lejos? Sí, claro. Eso y mucho, mucho más. Repaso las instantáneas de AP, Reuters y EFE. Aquí estoy, con mi nievecita de mierda, y mi pedazo de pan en la mano.
viernes, 9 de enero de 2009
Acerca de Marsé, los viajes y las musarañas
Faltando 15 minutos para aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía, descubrí quién era el ahogado del Hospital Clínico. Tuve que llegar al último folio para encontrarle sentido a aquel cadáver con diente de oro; y por supuesto, al resto de la historia. Justo cuando daba marcha atrás a las páginas para comprobar qué tan tarde había dado con el asunto, la vista del puerto de la Guaira desde la ventanilla del avión me distrajo.
Marqué con una esquina la página 72 de Si te dicen que caí, dejé a Juan Marsé para más tarde y pegué la nariz sobre el cristal: cerros sobre más cerros; tierra roja encima de más tierra roja; los mismos claros de piedras y escombros; los vertederos de basura que bajan hacia la playa. Caribe puro y duro. Mierda sobre mierda, aunque entrañable después de todo.
Sobrevolé el país con la misma sensación de siempre, que no es nostálgica, mucho menos entusiasta. Se trata más bien de una resignación. “Es cuestión de tiempo, esto no puede durar mucho más”, es algo que se piensa estando lejos y que se repite al pasar por los mostradores de inmigración y aduana. Es algo que tranquiliza e inculpa. Una frase que se va desfigurando a medida que se toca el suelo firme de un país que pierde los dientes y los recuerdos. Un lugar al que nunca se vuelve de la misma forma.
Sobrevolé el país con la misma sensación de siempre, que no es nostálgica, mucho menos entusiasta. Se trata más bien de una resignación. “Es cuestión de tiempo, esto no puede durar mucho más”, es algo que se piensa estando lejos y que se repite al pasar por los mostradores de inmigración y aduana. Es algo que tranquiliza e inculpa. Una frase que se va desfigurando a medida que se toca el suelo firme de un país que pierde los dientes y los recuerdos. Un lugar al que nunca se vuelve de la misma forma.
Ya de salida, camino a recoger mi equipaje, envolví Si te dicen que caí en un suéter. Es un ejemplar colección Debolsillo de Random House, propenso a estropearse, de tapa blanda y con una nota que escribió Juan Marsé en 1988 para la nueva edición. No volví a tocarlo en todo el viaje, excepto al volver. Y ahora que hace menos dos grados, revuelvo las hojas marcadas. Busco sentido a esa historia que parece un pariente lejano.
Todo en esa novela sucede en medio de una bruma aparentemente inofensiva. Una nube que se las arregla para llegar al presente y darle al lector un par de buenas patadas en el estómago. Y ahora que lo pienso y la releo, Si te dicen que caí es eso: la paliza sentimental de los viajes que no acaban; de las esperas que no llegan a ningún lado.
La historia transcurre en un barrio de Barcelona durante la posguerra española y tiene su comienzo cuando, Ñito, el celador de una morgue, reconoce en un cadáver recién llegado a un amigo de la infancia. Convertido ahora en un adinerado y verdoso joyero ahogado en el mar luego de estrellarse contra un acantilado, el personaje se descompone al igual que su historia: lentamente. Y mientras el celador examina a la esposa e hijos -también muertos- del que fue un mugriento chiquillo del barrio El Carmelo, revive la infancia de ambos -la difunto y la de él-, 30 años después, en un país que continúa lleno de cadáveres.
Vienen al lector páginas de una Barcelona donde todos viven del miedo y esperan la delación para salvar el propio pellejo. La posguerra, la supervivencia y la pudrición, todo junto como un puñetazo. Porque esta historia es derribo; porque todos han caído: en la locura, la muerte o la infamia de saberse un cobarde.
Mientras el celador recuerda sus días de infancia frente a una bandeja con cadáveres, Marsé se las arregla para narrar la historia de una ciudad y un país ponzoñoso. En sus calles coinciden dos cauces de una misma corriente: una banda de pistoleros, en un comienzo muy entusiastas, que olvidan la razón de su lucha, la resistencia ciudadana contra Franco, para convertirse en matones y atracadores ; a ellos se suma, como historia paralela, un enjambre de niños kabileños, criados entre la miseria y el miedo, que se reúnen a contar aventis, sus propias versiones de los rumores y secretos que circulan por el barrio, alrededor de las cuales trazan sus propios círculos de poder. Entre ambos grupos se anega una historia sucia de España. Todo un breviario de delaciones, fusilados, desaparecidos y demás criaturas derrotadas.
Un personaje gira a su alrededor: Aurora Nin, una joven que pasó de criada a coordinadora de un convento arrasado durante la República, después a triste y flaca puta para soldados. Java , el líder de los niños kabileños , la busca por todos los rincones con el fin de extorsionar a la viuda de un militar que le ha pedido la encuentre. Tras la pista de Aurora, Java –y el lector- remueven las entrañas de una ciudad donde putas, militares y asesinos se confunden en un largo pasillo.
Será allí, en ese pasaje de mierda y miedo, donde Java aprenderá, cual Julián Sorel o Amory Blaine degradado, las tretas de una sociedad donde la propia supervivencia se asegura en la capacidad de trepar por encima de los otros, vivan o no. Y es él, Java, el niño kabileño, quien, convertido en ahogado y pudiente comerciante, vuelve de la muerte.
En la edición de bolsillo, la página 72 permanece aún doblada. Y aunque no me reconforta, releerla pone en orden los moretones de mi propia paliza, la que Marsé me ha dado, la que congela los aviones y se apodera de un viaje del que nunca regreso del todo. En la página 72, leo:
“Pensamos sí. Decimos no. Pensamos esto no durará, aguantemos, esperemos un poco más (…) Quien habla así es un muchacho del Carmelo. No hay mucho de verdad en sus historias mientras el tiempo no demuestre lo contrario, pues este chico cuenta aventis basándose no sólo en los sangrientos hechos pasados sino también en los terribles acontecimientos por venir. Habla de bombas agazapadas en la hierba que estallarán muchos años después, de venenosos escorpiones que sobrevivirán a estas ruinas y de imborrables tatuajes y cicatrices en la piel de la memoria”.
Mientras el tiempo no demuestre lo contrario, seguiré sobrevolando ruinas, los cerros y la tierra roja de un país que no sé si existe o si estallará de aquí a unos días. Miraré escorpiones en todos lados. Iré y regresaré de ninguna parte, coleccionando aventis, pensando en musarañas.