viernes, 29 de agosto de 2008

El caballo no tiene la culpa


En realidad iba a hablar de otra cosa. Tenía algo que ver con el nuevo edificio del New Museum, que ahora han trasladado al número 235 de Bowery Street. Se suponía que debía describir cuán blanca, enorme, silenciosa y japonesa lucía la sede, tan diferente a su anterior aspecto de caja de zapatos. Se suponía debía describir, con interés de turista y autodidacta, esa catedral de la redundancia y la innovación: el nuevo New Museum de Nueva York. Abro comillas: http://www.newmuseum.org/. Cierro comillas.

Con esa intención de bitácora cultural -que tenía bien planeadita- pretendía arremeter, describir, documentar. Sí, registrarlo todo: lo coquetas que lucen las cajas de mentitas Althoids en la ilustración del catálogo de los Althois Award 2008 para jóvenes artistas -nota mental, autogestión-; los vacitos desechables en color fucsia con el logo del museo que te dan en la cafetería; la chica asiática relevada por una rubia, y luego por otra asiática, y luego ésa por otra, y otra, y otra cada quince minutos como parte de un performance que consistía en revolcarse lentamente, como una imagen casi detenida, de un extremo a otro de la esquina de la sala dos. Sí, en realidad iba a hablar de otra cosa, pero un caballo estampado contra una pared me distrajo.

Capítulo uno. Caballo pardo clavado en museo
No más salir del ascensor, ahí, justico delante de mí, me topé con el cuerpo, las patas traseras y delanteras de un caballo pardo, de culo gordo y grupa brillante. El resto de su cuerpo, mejor dicho su cabeza -se suponía- estaba detrás de la blanca e impecable pared, atravesada del todo con semejante bestia. En la sala había también un árbol con una escalera –de lo más poético- (Zoe Leonard, Tree, 1997), pero no me importó el árbol, ni la escalera, ni el piso pulido y brillante de la sala, ni los Ipods que usaban los visitantes como audioguías, ni lo trendy de los uniformes de los guardias, perdón quise decir guías, de la sala. Fue ese caballo estampado en la pared, mejor dicho, el silencio de aquel caballo de Maurizio Cattelan estampado contra la pared, fue lo que me distrajo.

Imaginé al equino dando coces con el cuerpo en el aire mientras su cabeza torpemente atorada debía sacudirse del otro lado. Lo vi relinchar y resbalarse. Comencé a reír, sin parar y a un volumen no muy alto. Me daba la vuelta y volvía a mirarlo, como si repitiese una y otra vez la escena graciosa de una película. Creo que los guías no se lo tomaron muy bien. Pero no había nada incorrecto: un caballo atorado hace reír a un motivado y proactivo espectador. En ese momento yo era justo lo que alguien quería que fuese: un espectador que se distrae.

Cattelan sabe cómo distraer. Ha dejado a un Juan Pablo II de fibra de polietileno derribado por un meteorito sobre una alfombra roja (La Nona hora, 1999); ha puesto a Hitler de rodillas, calladito, a rezar en voz baja (Him, 2001); en 1993, como no tenía lista una obra para exponer en la bienal de Venecia, decidió alquilar el espacio a una perfumería para que promocionara sus productos y convenció a su galerista, Massimo de Carlo, para que se dejara cubrir con cinta adhesiva y quedarse pegado sobre una pared durante el tiempo que durase la inuguración (A Perfect Day, 1999).

No es que tuviera especial mérito colocar bueyes disecados, o vivos, en plena galería neoyorquina en los noventa -así empezó, en Daniel Newburg Gallery, en SoHo- más aún si consideramos que Beuys y su coyote se le adelantaron un poco (por lo menos treinta años), pero Cattelan vio claro y supo gestionar su mise en escene. Cautivó a curadores y coleccionistas con su propia fenomenología del peluche. En 1998 se disfrazó con una enorme cabeza de Picasso y comenzó a fotografiarse en actitud Walt Dysney World World con los visitantes del MoMa, y no contento con ello, le pidió a su galerista francés Emmanuel Perrotin que se disfrazara con un traje de gran falo rosado (Errotin, le vrai lapin, 1995). El galerista aceptó.

Capítulo II. Caballo pardo clavado en museo blanco
Definido por la crítica como un artista neo-conceptual, el italiano Maurizio Cattelan surgió como la espuma durante la década de los noventa, es decir, setenta años después de que Marcel Duchamp firmara un urinario invertido como R. Mutt. Hijo de una familia campesina italiana, Cattelan dice no haber asistido jamás a una escuela: ni primaria o secundaria, ni de arte u oficio alguno. Autodidacta, un hombre hecho a sí mismo, Cattelan nació en Padua, en 1960. Trabajó como jornalero, camarero, carpintero, electricista y maquillador de muertos, de ahí que algunos le atribuyan la calidad y realismo a sus esculturas.

Se le ha comparado con Jeff Koons, Takashi Murakami y Damien Hirst, no sólo por el uso de grandes dimensiones en determinadas esculturas y figuras de animales para crear un efecto repelente e irónico, sino por el hecho de que Cattelani es, sencillamente, un provocateur, un célebre apóstata que gestiona, produce, promociona, registra y planifica su trabajo. Tal y como si fuera una obra… de teatro, un musical, un show. El rudo italiano, el hombre hecho a sí mismo llegó un día a Nueva York. Y de jornalero llegó a ser, oh por Dios, delfín duchampiano del Greenwich village. Eso es lo bueno de la sociedad del espectáculo, el arte y la cultura: parece simple, y democrática.

“Para ser vencido, el poder debe ser abordado, recuperado y reproducido hasta e infinito”, dijo el artista italiano para ilustrar la semblanza dedicada a su obra en la primera edición de Art Now (2002), un libro publicado por Taschen que ya sobrepasa las tres ediciones y en donde, en ese momento, es decir hace seis años, era considerado un artista establecido. Si Cattelan no es del todo nuevo -ya lleva 20 años de celebridad- y lo que hace ya lo hicieron unos cuantos varias décadas atras, ¿qué hace en la nueva sede del New Museum de Nueva York?. En la blanca catedral de la innovación, ¿qué hace ese polvoriento caballo clavado en la pared? Aún no lo sé. He pagado 20 dólares . Me rio. Me entretengo.

Capítulo III. Caballo... Shh
Cattelan no es el primero en competir por la parte de la taquilla que le coresponde. Al menos en el siglo XX, la lógica de mercadear el propio escándalo ya era rentable. La fórmula aún funciona. François Pinault, magnate y dueño de la casa de subastas Christie's, le ha encargado el epitafio de su tumba, que Cattelan ha rematado con la frase Why me?; la Saatchi de Londres y la Marian Goodman de Nueva York lo representan; en su momento, creó The Wrong gallery, abriéndose espacio en el gueto neoyorquino; puso un enorme letrero de Hollywood sobre Palermo, enterró un faquir en la Bienal de Venecia y puede además jactarse de que un grupo de congresistas intentaran vandalizar una de sus obras, La Nona Hora, por considerarla ofensiva. Aún así, al media man no le gusta la idea de tener una imagen pública. Por eso, como Warhol en su momento, acostumbra a enviar desconocidos en su lugar a las conferencias y entrevistas. De tanta post modernidad, Cattelan pasó directo y sin escalas a las old fashioned vanguardias del siglo XX. Curioso, además, porque en los noventa ya existía el Grunch, Douglas Coupland y la Generación X debía ser más leida que Los Espolones de Derrida.

Hace unos años, escuché una conferencia de Fabrizio Mejía Madrid, un mexicano de bigote furibundo y afiladísimo teclado. Mirando la cola despeinada de aquel caballo estampado en al pared de un museo, vinieron algunas de sus palabras a mi mente. No más llegar a Madrid, fui a buscarla entre mis archivos viejos hasta dar con lo que buscaba: “Vivimos desde hace medio siglo el avance del silencio. La preeminencia de las artes sin objeto, la plástica de la instalación o performance, parece un regodeo en nuestros silencios”, fin de la cita.

En realidad iba a hablar de otra cosa: del New Museum, de su nueva sede en número 235 de Bowery Street; de la muestra After Nature y del impresionante documental Lessons of Darkness (1992), de Werner Herzog expuesto como parte de la exhibición. Iba a hablar de otra cosa, pero, después de todo, la culpa no era del caballo. La culpa fue mía, por reírme tan alto.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Donde algo, siempre, queda atrás


Un traje abandonado pesa tanto en los hombros
que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.
Federico García Lorca. Poeta en Nueva York (1929-1930)

Enrique Bernardo Núñez lanzó la edición entera de su novela La Galera de Tiberio al río Hudson. Elisa Lerner hizo desfilar por sus orillas a esbeltas mujeres, todas calzadas sobre copas de champán. Allí Rubén Darío pasó cuatro de los cinco últimos meses de su vida y José Martí vivió más de 14 años. Gabriela Mistral murió en el Hospital General de Hempstead, en Long Island, y Juan Ramón Jiménez se casó en la Iglesia St. Stephen, en la calle 125 con 28. Parece que en sus orillas todos dejan algo. Aquí, en Nueva York, las lenguas, como las patrias, arrastran un tufo de equipaje.

Ilegales como la Reyna y el Marlon de Jorge Franco en su novela Paradiso Travel; poseedores de visa; despachadores de comida; dependientes; intelectuales; invitados y fisgones; escritores; estudiantes; vividores y oprimidos; exilados, unos por fuerza, otros por voluntad propia; periodistas; banqueros; peluqueras; repartidores… Vivir en Nueva York es ya una ocupación, pero llegar a ella es, también, un tipo de ciudadanía. Sí, una ciudadanía.

Juan trabaja en el Dely market de la calle Bowery con Amsterdam en el Upper West side. Lleva ocho años viviendo en Estados Unidos, tres de ellos en Nueva York. Empezó como trabajador golondrina –“que se mueve de un lado a otro”-. Pasó por Texas, Carolina del Norte y Arizona. “El bagel, ¿lo quieres tostado o normal?”. “Normal, por favor”, digo mientras miro su visera. Es amarilla y lleva estampada un gallo. “Es un trío americano –dice, señalándose la cabeza-, una mezcla de sangres brown red y sweater. Es un auténtico gallo de pelea”. Uno de sus primos los vende desde 530 dólares en Cuautitlán, al norte del Estado de México, donde aún vive una parte de su familia. “Son seis cincuenta”, dice tras dejar un bulto forrado en papel de aluminio sobre el mostrador. Avanzo hasta la caja para pagar mi desayuno. Pienso en devolverme para preguntarle, pero una fila larga fila de obreros con bolsas, paquetes y órdenes de comida anotadas en papelitos, me hace desistir. Me doy por respondida. Ahora, supongo, ya no necesita volver.

De los más de 40 millones de latinos que viven en Estados Unidos, 14% reside en Nueva York. Más de seis millones de personas que habitan por igual una ciudad y una categoría. Lo latino, el latino, los latinos, el hispano, los hispanos; palabras estrechas, porosas, acaso imprecisas, para una región tan abultada y variopinta como América del Sur.

¿Lo latino, la hispanidad? ¿Es una efeméride, un sector de mercado, una categoría migratoria? La hispanidad. Algo que parece una nacionalidad sin llegar a serlo, aunque Martí, Rodó y Vasconcelos se partieran la cabeza para concebirla como tal. Ni Ariel –el espíritu hispano de la razón- ni Calibán –la encarnación del invasivo espíritu del norte-. Y de tanto buscarse, de urdir en la idea de una identidad común que desveló a los intelectuales de los siglos XIX y XX, América caminó por sus propios pasos más allá de Río Grande y Key West. Después de California, Nueva York es la ciudad que mayor cantidad de trabajadores latinos posee, y ocupa el tercer puesto en lista de envío de remesas con 3.6 billones de dólares, por delante de Texas con 3.2 billones y Florida con 2.4 billones. El progreso no se parecía a esto, ¿o sí?

En las elecciones de 2000, justo un año antes del derrumbe de las Torres Gemelas, de los 18 miembros latinos del Congreso, la representante por Nueva York, Nydia Velázquez, fue electa con 85% de los votos. Si se revisa la lista de ganadores del resto del país para ese año, muy pocos congresistas alcanzaron porcentajes superiores al 60%. La puertorriqueña, hija de un granjero de caña de azúcar en Yabucoa, había sido electa en 1993 como la primera congresista boricua. Desde ese entonces ha sido la congresswoman del distrito 12, que agrupa Brooklyn, Queens y parte de Manhattan.

Por encima del chicano, una categoría teórica especialmente placentera para el sanedrín de los Cultural Estudies, y más allá de la épica del bracero –así se llamó a los trabajadores mexicanos trasladados desde 1942 hasta 1964 para cubrir la falta de mano de obra en EEUU en condiciones de trabajo deplorables-, existe un lugar cultural tan esperpéntico como espontáneo, un sitio del que nacen nuevas repúblicas postales, o quizás se trate más bien de una sola, un enorme e informe paisaje donde algo, siempre, queda atrás.

Delante del Hudson, en el puerto que mira a la Upper bay de Nueva York, un pequeño barco con el logo de Ikea alborota el agua y remueve algo de espuma sucia. “Taxi libre para visitar nuestra tienda en Brooklyn”, dice el cartel amarillo del bote. Me quedo mirando el chapoteo verdoso mientras dos gaviotas se pelean por un aro de cebolla que finalmente cae al agua. Pienso en La Galera de Tiberio, en las hojas desaparecidas hace años por obra del agua, los peces o lo que sea que habite este río. Me quedo mirando el río, como si se tratara de una piscina olímpica a la que todos terminan arrojándose. Me siento un poco ridícula viendo cómo se hunden sobras de comida y colillas de cigarro. El barco de Ikea avanza, una bandada de algo revuelve el aire. A mis espaldas, sigue de pie Nueva York, esa ciudad donde algo, siempre, queda atrás.

"La ideología habla en silencio" (y II)



Sábado 16 de agosto, Washington. Diario El Nacional, página seis. Mejor llevar un artista muerto, ¿no? "La ideología habla en el silencio".

"La ideología habla en el silencio" (I)

(I)



Martes 12 de agosto, Museo de Arte Moderno de Nueva York. Luis miró la sala y señaló el surco vacío al final de la pared. "Como decía Hugo Achugar: la ideología habla en el silencio". Miré el muro levadizo, su tímida dictadura de pedestal. Al darme la vuelta, Marisol demolía el suelo con su paso de señorita aburrida.
Viernes 15 de agosto, National Gallery, Washington. Cuatro días después, al darme la vuelta, noté que la pared levitaba. Rothko había dado un portazo en mi libreta. La ideología habla en el silencio.

miércoles, 6 de agosto de 2008

"¡Cristo, si yo fuera rascacielos!"


El uno ha pasado cuatro veces. Hace cuarenta y un grados, y Ellie está a punto de tener un ataque de nervios antes de salir a escena -Stan ha muerto achicharrado en un edificio de Broadway y ella espera un hijo-. Las páginas de Manhattan transfer enceguecen pero no puedo, ni pienso, parar de leer. En el banco de al lado, una madre y su hija china adoptada –pasean siempre a la misma hora- miran la línea borrosa de las dos de la tarde. Están ahí, sentadas. Los chorros de la fuente lanzan agua en la plaza desierta. No hay nadie, sólo Ellie, el uno con su sonido de buque y nosotras tres.

La chinita se deja abatir por el calor. Sentada en un banco, con la hebilla suelta de su zapato rosa y su mano de panda apoyada en la madera, duerme ajena a todo cuanto ocurre a su alrededor. La madre teclea mensajes en el móvil; yo leo; la fuente escupe agua y la niña duerme. El uno finalmente se ha ido -no ha dejado a nadie en la parada-. Ahora somos sólo nosotras tres, Ellie y este calor.

“¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!, dijo Stan antes de rociarse con una lata de petróleo. Ellie, que ahora interpreta a una dama montada en un caballo blanco que reparte desgracias, no sabe que Stan se ha prendido fuego -piensa que fue un accidente-. Los columpios de la plaza chirrían. Pensando que la niña china se ha despertado para jugar, levanto la vista, pero es sólo el viento que mece un caballo amarillo de metal. Me giro, duerme todavía, incluso aún más profundo. No ha movido su pie siquiera un poco. La madre atiende la pantalla de su aparatito, el caballito rebota suavemente contra la nada, yo vuelvo a mi lectura.

“¿Por qué concluyo que es adoptada?”-, me pregunto mirándola con el rabillo del ojo. Pues porque no se parece en nada a la madre; porque no es la primera niña asiática que he visto con padres españoles y porque es más común que siendo niña, y china, haya sido adoptada. ¿Entiende ella que duerme en una plaza? ¿Sabe por qué? ¿Qué sueña? ¿Sueña? “Llevo mucho tiempo callejeando”-, pienso. Ha de ser por eso que me ha dado por especular. “¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!

En las primeras páginas, Dos Passos escribe, en boca de uno de sus marineros y muertos de hambre: “¿Te vas a hacer ciudadano norteamericano?”, le pregunta el camarero al desarrapado marinero que recién atraca en Nueva York. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”. Miro a la pequeña, me miro a mí misma en el banco de esa plaza. Leo de nuevo. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”.

Es agosto, pronto vendrá septiembre y mi tercer invierno en Madrid. Desde ese entonces, he recibido algunos correos, el más reciente, un envío colectivo. El remitente, un valioso profesor de la Universidad Simón Bolívar, nos pregunta a un grupo de personas si volveremos. Yo no hallo qué responder, y no lo hago. Pasan los meses. De cuando en cuando mi conciencia se topa con el mensaje en la bandeja de entrada. No hallo qué responder, y no lo hago. Hace unos días el profesor ha escrito de nuevo. Agradece las respuestas e interpreta, cabizbajo, el silencio de los que, como yo, no respondimos. “¿Por qué no? Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”.

Miro de nuevo a la pequeña china. Me asombra su sueño, demasiado largo y reposado. Esta mañana, en el periódico, aparece la foto de los activistas apresados por reclamar libertad para el Tíbet en uno de los alrededores del lugar donde se celebrarán las Olimpíadas. EL Gobierno chino ha reforzado la seguridad, no quiere sorpresas. Está prohibido volar cometas, descalzarse en el metro y las azoteas han sido clausuradas en toda la ciudad -para evitar suicidios, según el matutino-. El diario decía que algunos atletas llevarían brazaletes para las protestas silenciosas, otros dicen que los atletas no tienen la culpa de que se celebren las olimpíadas en un país comunista. Y qué importa eso, si China parece una metrópoli ahora. A los dictadores les gusta parecer modernos. Vuelvo a pensar en el sueño de la china, en las cartas del profesor Larrañaga y en el piojoso marinero que piensa, ja qué risa, que todo hombre puede escoger su patria.

El periódico también informaba que en Venezuela están por aprobar un paquete de leyes que dan al presidente poderes aún más extraordinarios de los que ya tiene. Se parecen, sí, a muchos de los artículos de la reforma que la gente –incluidos sus propios partidarios- rechazaron en el plebiscito anterior. Con eso podría hacer de todo, comprar, expropiar, deshacer, triturar, machacar, incluso cerrar azoteas también si quisiera.

La madre deja al fin el móvil. Le da unos toquecitos a la pequeña; ella sigue rendida. Al segundo o tercer intento la chinita se pone en pie, vacila y camina de la mano de su madre frotándose los ojos. En la página 396 de Manhattan transfer, Ellie sigue pensando qué hacer con su embarazo y Stan crepita en tempo narrativo. Ya no queda nadie en la plaza. Hace calor. “Todo hombre tiene derecho a escoger su patria”, pienso de nuevo. Sí claro tanto derecho como deseos, tantas patrias como azoteas cerradas y plazas calurosas. Me pongo de pie, de vuelta a casa. “¡Cristo, si yo fuera rascacielos”!