Diez de la mañana. Un periodista del suplemento Negocios del diario El País espera a que el director de la división de grandes patrimonios de un banco alemán se digne a atenderlo. Yo, ejecutiva de cuentas de la agencia de relaciones públicas del banco, estoy allí para entretener al periodista de El País. Bueno, a ése y a los que vengan.
El periodista no quiere beber café, tampoco leer la prensa. El dossier corporativo ya lo leyó, no tiene ninguna duda y tampoco quiere el comunicado con los resultados trimestrales. Al comienzo quiso un poco de agua, ahora quiere irse. Mientras tanto yo, diligente, ejecutiva e invencible, hago mi trabajo: entretenerlo. Eso incluye que no se marche.
Estoy cansada, él también. Mejor dicho: estamos cansados el uno del otro. Él, de los miles de otros ejecutivos de cuenta locos por publicar el nombre de su cliente en prensa; yo, cansada de los miles de otros periodistas a los que hay que agradar, siempre, en nombre del cliente y del fee. Nos detestamos. En el fondo ambos sabemos que esto es por dinero.
Exhaustos de tanta excusa, que si la llamada, las subprime, la sacarina y el café con leche, el periodista del diario El País me pregunta por mi acento. En una sala de espera de un banco alemán en el número 18 del Paseo La Castellana, en Madrid, se abre ese boquete personal que no me gusta tocar cuando trabajo. Sí, soy venezolana. La afirmación no me da ganas de reír, pero sonrío por acto reflejo: para defenderme del Rey, de Chávez, de los Roques, del petróleo y Canaima. Es parte del entretenimiento. Que no se vaya el periodista, que no se vaya, que no se vaya. Pero él no me habla de nada de eso. Sólo me mira. De pronto algo se desordena. Él ha dejado de tratarme como si…; yo he dejado de sonreír como si…
El periodista del diario El País tiene cerca de sesenta años. Lleva libreta y un lápiz cualquiera. Lo miro, pensando en voz baja cuánto desearía su trabajo en lugar del mío. El periodista me devuelve la mirada y me pregunta qué es lo que más extraño de mi país. Si pudiera responderle fácilmente, sin ese nudo que comienza a formarse en mi garganta. Ya lo sé. Ya lo sé. En horas de trabajo ni se bebe ni se llora.
Paseo los ojos por la sala, aguanto, aguanto y aguanto. Luego respondo. ¿Qué extraño?, pues los colores. El verde del Ávila, el azul del cielo en la autopista, el amarillo de la tarde y el rojo de las cayenas en el jardín. Extraño el sucio, el desorden, el guacal de patillas cortadas a la mitad. Extraño lo que aborrezco, lo que ahora está lejos. Y aunque sólo me limito a decir colores –los colores-, algo estalla en mi mente, un mango maduro, una parchita estropeada. Algo estalla. Bang, bang, bang.
“A mí me pasó lo mismo que a ti –dice-. Cuando vino la democracia, me pareció que todo había cambiado de color. Antes, en la dictadura, todo era gris: los edificios, las calles, los uniformes de los guardias, los coches… Hasta los botones de los ascensores eran grises”. Y mientras me imaginaba un enorme y redondo botón de ascensor, le pregunté desde hace cuánto tiempo trabajaba como reportero para El País. “Desde hace 31 años”, respondió. Democracia Technicolor. Ahora que todo es minimal y lustroso. Ahora que existe el acetato y el fucsia y que la tortilla de patatas del bar de la esquina se sirve en platos modernos, me quedo en blanco, sin sonrisa, sin excusas; blanda de dolor, torpe de remate.
Desconozco si él sabe. Al menos parece que lo intuye. No me pregunta a qué he venido ni porqué. Sólo le interesa saber qué hacía en Venezuela. “Escribía reseñas y entrevistas para un suplemento literario”, respondo de nuevo, sin sonrisas, sin nada entre las manos, sin hablar de más. Entonces me habla de Chávez. Más que hablarme de él, lo diagnostica. “La calle todavía lo apoya, excepto los estudiantes”, dice. No lo culpo. No tiene porqué saberlo. Con que lea la prensa y se entere es suficiente; creo. No voy a decir una palabra. Estoy trabajando, y mientras eso ocurra, no desprenderé de mí ni una escama, no explicaré el 11 de abril ni todos sus muertos; no hablaré de Chávez ni de sus asesinatos. Voy a quedarme quieta, sin sonrisa pero quieta. A ver si con algo de silencio se me pasa.
“Pero bueno –dice el periodista-, como tú dices… los colores. En la época de Franco no había colores”. En la de Chávez tampoco, quisiera decir. Entonces me quedo callada, pensando, como ahora, en ese olor que dejan los botones de los ascensores viejos después de tocarlos. Repaso la mirada. Miro la alfombra de fibra y mis uñas sin pintar. Espero a que el director de grandes patrimonios de un banco alemán deje de hablar por teléfono. Me resigno y sonrío. Otra vez, sonrío. Ahora sí. Sonrío. El señor Ojeda ya puede atenderle. Sonrío un poquito más. Maldita sea. Y sonrío otro poquito. Maldita sea.